23. Un hombre atormentado y una mujer preocupada

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En el ajetreo matutino dentro de la clínica, Fernando tomó asiento en uno de los bancos de metal afuera de la oficina de Lourdes. Miró el estrecho pasillo, carente de vida.

Estaba cansado, llevaba poco más de dos semanas sin poder dormir bien y sobreesfuerzandose en el trabajo. Tanto Coqui como otros compañeros le cayeron encima con advertencias respecto a la fatiga y la posibilidad de caer desmayado, pero, extrañamente, eso es lo que necesitaba. Necesitaba caer inconsciente para olvidar la mirada perdida de Andrea mientras la llevaba, junto con Gus, al penal, olvidar la forma en que se aferró a sus brazos antes de bajar a población. De alguna forma esa jovencita había calado en su interior. Para él, ella era una representación de su vida desde una perspectiva más trágica. Una dolorosa realidad.

Tomó una estrepitosa bocanada de aire y echó la espalda hacia atrás como impulso para levantarse. Sus cinco minutos de descanso habían acabado. Además, tenía muchos otros problemas con los cuales lidiar.

Hasta donde supo, Ignacio fingió demencia respecto a su encuentro en la casa de Andrea, evidente en la reacción que tuvo su esposa cuando regresó a casa luego de dejar a Andrea en manos de las autoridades. En lugar del rostro flamante de quejas, halló sonrisas y gestos tiernos que acrecentaron la culpa congestionada en su pecho. Tardó menos de dos horas para confesar su aventura.

Ya hace dos semanas que ella lo evita.

Su cabeza era un revoltijo entre el deber y el querer. Debía cumplir con sus responsabilidades de adulto, trabajar en la clínica e ir a dar tutorías a un par de preparatorianos que buscaban acreditar el examen de medicina; sin embargo, quería ir al encuentro de su mujer, apapacharla y pedirle mil veces perdón si era necesario todo el día porque las pocas horas que le quedaban al salir del trabajo le parecían insuficientes. Y, aunque no lo pensara a consciencia, también quería ver esos ojos teñidos de dolencias que no dejaron de intrigarlo a cada segundo.

Lourdes abrió la puerta al tercer toque. Tenía cara de pocos amigos.

—¿Qué quieres? Sigue trabajando.

De nada sirvieron sus palabras para evitar que Fernando entrara a la fuerza en su oficina. A veces se arrepentía de haberle propuesto la asociación para la fundación de su clínica.

—Te hice una pregunta —insistió cruzada de brazos y con la espalda recargada en la puerta.

—Consejos. Eres mujer.

A Fernando le gustaba la decoración minimalista de su compañera, hacía juego con su personalidad y actitud simple, para ella no importaba el estatus social de la persona que llegaba a las instalaciones, todos eran personas que merecían atención de calidad. Extraño debido a la naturaleza del tipo de ayuda.

Por otro lado, Lourdes luchaba con el ardor de sus ojos, consecuencia del desvelo. Con ese día completaría tres turnos seguidos. Rodeó a su compañero y se acomodó en su silla afelpada rosa, el único objeto desentonado.

—Deja de mentirle a tu mujer, fin. No hay otra solución.

Directa e inflexible, como siempre.

—¿Se supone que le diga que su familia me enferma? —preguntó, cabizbajo.

Sí, todos ellos lo enfermaban, su hipocresía y esas reuniones que tenían pinta de fiesta cada fin de semana hechas para conseguir codearse con las influencias que les brindaba el privilegio de ser familia del presidente municipal, y próximamente gobernador del Estado. Lo peor de todo era atestiguar la manera en que Griselda lo desplazaba para cumplir con los deseos de sus padres, especialmente los de don Sacrilegio.

A veces es difícil respirar (borrador)Where stories live. Discover now