24. Una vida lo suficiente pacifica

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El estacionamiento del Cerezo era peor que su interior, en especial en la noche. Enormes pochotas lo rodeaban y la estructura metálica parecía luchar contra ellas para que no aplastasen los carros restantes. Con cada oleada del viento una gruesa capa de polvo se levantaba. El carro recién lavado con aspecto nuevo ahora se veía como un trozo de chatarra, las ropas de colores claros y pastelosos lucían amarillentos, y esa asquerosa sensación terrosa en la piel era lo peor, a menos que tuvieran pésima suerte y algunas de las piedrecitas que se alzaban con el aire entrara en tu ojo, entonces la ropa sucia era lo de menos.

Leticia fue en busca del director, pero la luz de su oficina ya estaba apagada. Con el espíritu un poco decaído se dirigía a su carro, sus perritas estarían muertas de hambre si demoraba más. Al entrar en el estacionamiento dos sombras llamaron su atención y la hicieron detenerse en seco. Reconoció una, la del director. Tuvo la necesidad de retroceder, pero el miedo la mantuvo paralizada, hasta que el sujeto, que se interponía entre el director y su camioneta de ocho cilindros, soltó una carcajada amarga, se refugió cerca de los contenedores de basura, no le importó el pestilente olor que expedían.

—Es la última advertencia que te doy. Si mañana sigues sin permitirme ver a la señorita Montero te harán una auditoría, y tú y yo sabemos que no te conviene —le advirtió el hombre con tono áspero.

Su discurso estaba tan impregnado de rabia que hizo temblar a Leticia.

—Vamos a calmarnos, mi lic —contestó el director, no parecía asustado, sino divertido—. Las cosas no tienen que escalar así.

—¡Ya pasaron dos semanas!

—Y ya estoy trabajando en ello —lo calmó y le propinó unas palmaditas en la espalda en forma de disculpa—. Su conducta ha dejado mucho que desear, mi lic, es por eso que no la puedes ver aún.

Era increíble la forma en que se lavaba las manos de tan atroz incidente. Tal vez el hombre que lo estaba increpando era familiar de Andrea y el pobre caería en las mentiras del director. Las tripas de Leticia se le retorcieron.

Para su sorpresa, el desconocido también era colmilludo o conocía demasiado bien al director.

—Deja de querer verme la cara, Bernardo. Todo el mundo sabe que el módulo ocho está plagado de gente peligrosa, y qué coincidencia que no he podido verla dos semanas seguidas luego de su ingreso. ¡Qué coincidencia!

La poca luz en el estacionamiento no le permitía a Leticia reconocer el rostro del temerario hombre. Debía tener los pantalones bien puestos para hacer frente a alguien que se sabía tenía tratos con delincuentes. Su garganta se apretó, dificultándole tragar. Viendo el cinismo del director, ya no se sintió segura de usar el cedé para conseguir que moviesen a Andrea del módulo ocho.

Escuchó el chirrido de la puerta del carro abriéndose. Asomó la cabeza levemente, encontrando una escena lúgubre. El director Bernardo sostenía el mango de la puerta, mientras el otro sujeto trataba de volver a cerrarla, ambos forcejeaban sin ejercer mucha fuerza y llamar la atención de los guardias veladores.

—Tienes hasta mañana al mediodía, Bernardo.

El hombre se hizo a un lado, esperó a que el director se marchase en su camioneta de ocho cilindros. Leticia pudo ver en el rostro de su jefe un atisbo de preocupación, pero quizá fue una percepción suya debido a la poca iluminación.

Tuvo miedo de salir con el desconocido todavía ahí, pero la curiosidad de saber cuál era su relación con Andrea le hacía cosquillas en la nuca. A paso lento salió de entre los contenedores. El sujeto se había volteado y miraba una de las torres de vigilancia, la luz blanca que expedía de su interior era capaz de alumbrar a dos módulos enteros, por desgracia, muy pocas veces era utilizado como era debido.

A veces es difícil respirar (borrador)Where stories live. Discover now