DEL COLOR DEL MUSGO

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La noticia de que una nueva integrante estaba próxima a llegar, me provocaba más de un dolor de cabeza y arcadas sucesivas que me impidieron desayunar en la mañana. Como debía ir al trabajo, no pude demorarme más de lo que lo había hecho al permanecer más tiempo del que deseaba, encerrado en el baño echando hasta la última gota de mis flujos intestinales.

Maldita mierda, de verdad, qué maldita mierda.

Mis padres insistieron que era bueno que de vez en cuando nos visitaran extranjeros en nuestra casa, que de esa forma ayudábamos a aquellos que no podían costearse una estancia en otro lugar y nos enriquecía a nosotros con conocimientos de otros lugares. Mi opinión era bastante distinta, pero no importaba porque no tenía donde caerme muerto por mucho que trabajara. Al quedarme todavía en casa de mis padres, debía aceptar todo lo que ellos me pedían.

Así que, por el bien de mi salud mental, decidí que mejor me centraba en atender a los clientes y en llegar sano y salvo a la cafetería. En estos días fríos de noviembre, la gente se conglomeraba desde primera hora de la mañana en cualquier cafetería que diera indicios de estar abierta. Aquí en Finlandia, en concreto la ciudad de Sottunga, no nos encontrábamos en el peor mes de invierno, pero la nieve era un fastidio cuando tenías prisa. Las grandes nevadas llegaban en diciembre, así que disponíamos de una relativa paz antes de que sufriésemos las enormes oleadas de frío de ese mes tan festivo.

Y si, no era una época bonita para un simple camarero tras la barra de una cafetería en el corazón de una ciudad en la que éramos demasiado pocos y teníamos demasiado frío. Por lo menos, no parecía ser una mañana de esas en las que tenía que soportar los balbuceos de un cliente solitario que deseaba explayarse con cualquiera tras la taza de un café cargado con algo más que cafeína. Una voz me hizo levantar la vista del plato que lavaba cuidadosamente; el encargado me había pedido que tomara las cajas de género nuevo que habían llegado antes de lo previsto. Con resignación abandoné el cálido abrazo de esas cuatro paredes e ingresé en las húmedas calles donde una furgoneta me esperaba impacientemente.

―Rainer, tu cara es un maldito poema―soltó Flin mirándome de arriba abajo fumándose un cigarrillo. El maldito dijo que se había dejado el tabaco. Le eché una mirada acusadora, meneando dramáticamente la mano que sujetaba el venenoso artefacto, poniendo los ojos en blanco y encogiéndose de hombros.

―Siempre he sido un hombre de grandes pasiones y débil ante la tentación.

―Buena frase para ligar Flin; pruébala la próxima que quedes con alguien de Tinder.

Aquello hizo que casi se ahogara con la risa, tosiendo hasta que le lagrimearon los ojos. El encargado me miraba desaprobatoriamente porque había dejado de "producir" y me dedicaba a holgazanear charlando con Flin. Pillé la indirecta al igual que él, así que nos apresuramos a dejar todo en el almacén como quería. Antes de marcharse, Flin puso una mano en mi hombro, bajando la voz.

―Noche de hombres, ¿Qué te parece? Unos buenos tragos, tío, eso necesitamos para olvidar nuestra mierda de trabajos.

Y tenía razón, era una buena forma de olvidar el día que se me presentaba, pero no podía dejar plantada a la familia y quedar mal ante la visita. Negué con la cabeza mostrando mi reticencia.

―Lo siento Flin, pero tengo algo con la familia que no me puedo negar.

― ¿Algo mejor que alcohol y buenas pelis de terror?

―Para mí ese plan es infinitamente mejor, créeme, pero no decido yo por desgracia. Es el precio a pagar por vivir con mis padres―dije mientras que Flin se cruzaba de brazos y me escrutaba con detenimiento. Quizás deseaba desvelar el motivo de mi incomodidad, pero dado a que él comenzaba a comprenderme bien, estaba seguro que daría con la clave o, al menos, se acercaría. Con una palmada, me señaló exclamando:

Kupari Lanka y los hilos del destinoWhere stories live. Discover now