EL PODER DE UN HÁLITO DE VIDA

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La vida puede convertirse en un efímero suspiro; un segundo es la moneda de cambio que puede anclarte de nuevo en el suelo o dejarte ir definitivamente.

Las decisiones, los caminos que uno toma, pueden ser trampas; un ardid de la diosa de la muerte la cual siempre nos besa los talones. Incluso poniendo todo el empeño, no puedes engañarla ni escapar de ella si esa moneda ya la tiene en su mano.

No puedes estar preparada para su visita, por mucho que te críes en una cultura en la que se acepta como algo natural, como otro de los cambios que sufre todo ser vivo. Nadie desea morir, siempre hay una llama de esperanza, aunque se encuentre a kilómetros de distancia de nuestro raciocinio.

Esa cafetería se había convertido en mi sarcófago, en la jaula que me tenía encerrada hasta que la diosa muerte me saludara con su manto frío, con sus manos huesudas y su voz profunda como una fosa oceánica. Yo formaría parte de esa colección incontable e infinita de huesos de su colección.

Ese atrevimiento fue el preciso momento en el que mi vida estaba más cerca de sus manos, de su poder de muerte, pero fueron mis piernas las que me arrastraron hacia sus brazos. Sin pensarlo, me metí en la primera puerta que encontré cuando salí despavorida por una razón que, a cualquiera que no fuera parte de mi comunidad, lo vería una total incoherencia: me tocaron el pelo y sí, había sido la primera vez.

En el momento en el que nacemos, nadie puede tocar ninguna de las hebras de nuestro cabello, por lo que los primeros años hasta que comenzamos a adquirir habilidades para peinarnos nosotros mismos, tenemos que soportar las tremendas marañas que cargamos sobre nuestra cabeza. Pero lo peor es que nadie nos lo puede lavar, así que, de bebés hasta ser un poco más mayores, nuestras madres nos sumergen en unas aguas cercanas a nuestro territorio, las cuales contienen sales y hierbas que nos limpian adecuadamente sin necesidad de que se nos toque. Conforme más adulta me vuelvo, más cruel me parece este sistema.

Por desgracia para mí, no puedo hacer nada, no puedo escapar como algunas intentaron, puesto que yo voy a heredar las riendas de una comunidad en franca decadencia. Estamos comenzando a desaparecer, los embarazos son cada vez menores y la mayoría de nosotras intenta huir de esa responsabilidad por su necesidad de preparación académica.

Es casi una obligación para todas; muy pocas han logrado convencer a mi abuela de no ser madres. La mayoría, a sus espaldas, toman anticonceptivos para intentar engañarla, pero pronto mi abuela echa mano de un médico y las someten a pruebas de fertilidad.

Pocas, muy pocas han tenido el privilegio de ser libres de esa carga, pero para mí, es una sentencia más que clara y necesaria. No es que me oponga a ello, pero no puede ser ahora, no en las condiciones que ella me ha impuesto. No con quien ella quiere o cree conveniente; lo siento, pero es demasiado para mí. Además, no tengo idea de esa pareja destinada por la luna porque no he encontrado a nadie que me llame la atención al punto de pensar eso.

Y ahora estaba aquí, congelándome por segundos, y pensando en lo cruel que es el destino y el tremendo castigo que sería para la gran Selenia que su nieta y heredera muriese sin dejar descendencia o siquiera encontrar a su otra mitad. Casi quería reír, y pude a malas penas emitir un sonido que se asemejaba más a un gorjeo que a algo humano.

―Estoy tan harta de todo―susurré intentando mantener los ojos abiertos. Me llevé las manos al moño gigante cuyas horquillas comenzaban a convertirse en pequeños carámbanos. Una idea incoherente se iluminó en la mente: deseaba deshacer todo eso y sentir mi cabello suelto por fin. Quería esa libertad, ese privilegio antes de morir allí encerrada: era mi válvula de escape para esperar pacíficamente mi horroroso final.

Alcé la mano, tanteando la enorme pinza que sujetaba todas las trenzas apiñadas, y la abrí. Como una avalancha, mis trenzas cayeron pesadamente, golpeando el suelo. Todos los detalles, cascabeles y pequeñas campanitas, emitieron una pequeña melodía que dio alas a mi corazón: era la señal de mi libertad, de que las plumas de mis alas se encontraban extendidas. Sonreí como nunca lo había hecho, tocando todas ellas como si me hubieran otorgado el mayor de los tesoros. No me quedaban fuerzas para deshacerlas, pero al menos, la cabeza me pesaba mucho menos.

Me acurruqué de nuevo en el suelo, hecha un ovillo mirando aquella enorme puerta de metal. Lágrimas comenzaron a caer al pensar en todo lo que dejaba atrás, en todas las posibilidades que se perdían. Deseaba tomar el poder para deshacer tantas cosas, tanta opresión, pero mis cartas ya estaban sobre la mesa, y no era una buena mano.

Había perdido y no había vuelta atrás.

Pero un tremendo estruendo, me hizo abrir los ojos e incorporarme completamente aterrada. Una vez leí que, cuando empiezas a morir, comienzas a tener alucinaciones visuales y auditivas sumamente reales. Quise mantener la cabeza fría, pero era tan real y aterrador que no pude evitar arrastrarme hasta detrás de una de las cajas. Desde allí, los estruendos eran cada vez peores y la puerta temblaba casi tanto o más que yo.

¿Por qué no tendría una muerte plácida? ¿Qué había hecho en mi vida o en mis anteriores vidas para merecer que una especie de monstruo viniese a por mí, jugando con mi miedo antes de que las luces se apagasen definitivamente? Nunca sabría la respuesta, puesto que, observando como los anclajes de la puerta comenzaban a desprenderse de los tornillos, me quedaban, a lo sumo, sesenta segundos.

Cerré los ojos; no deseaba ver lo que me esperaba. Quizás con eso amortiguaría el dolor que estaba a punto de sentir: sí, me estaba autoengañando, pero mis opciones no eran demasiadas. Un ruido metálico seguido de una corriente de aire, me dio la pista de que había dejado de estar sola. Para mi sorpresa, de nuevo los sofocos aparecieron junto con una temperatura anormalmente alta teniendo en cuenta que me encontraba en una cámara frigorífica. Apreté los puños y escondí la cara sobre el suelo para intentar refrescarme a la par de calmarme. Pero mi sangre era lava, fuego agitándose desde la punta de mis dedos hasta mi bajo vientre, pasando por cada una de mis piernas y brazos. Una neblina deliciosamente extraña, me rodeaba como un canto que me obligaba a mirar a los ojos a ese extraño ser que había irrumpido en esa trampa de hielo.

No me hizo falta levantar mucho la vista; un par de ojos del color de las cerezas más maduras, me observaban entre aterrados y fascinados. Los músculos de su pecho eran tan evidentes que sobresalían por la pequeña abertura de su camiseta.

Podía reconocer ese rostro, aunque apenas pude verlo desde que vine a este lugar, pero en estos momentos, no podía mirarle de la misma forma. Mi cuerpo reaccionaba para presionarme, amoldarme al suyo y no despegarme.

Un rugido de ansiedad salió del fondo de mi pecho, lo que hizo que Rainer se relamiera los labios. Sus ojos brillaron con más intensidad, como si reaccionaran a mi desorbitada necesidad de ser acariciada. Esto debía de ser síntoma de estar a las puertas de la muerte, porque no podía ser lo que estaba viendo o sintiendo.

—No es real...no...

—Portia...ven aquí—me susurró tirándome de los brazos para sacarme de debajo de la estantería. Al tomarme en brazos, su aroma se me pegó al cuerpo, recibiendo un azote hormonal que me provocó retorcer las piernas y gemir ligeramente.

—Suéltame...déjame en el suelo...por favor.

Pero él negó con la cabeza. Por su mandíbula apretada y sus manos fuertemente agarradas sobre mi cintura y mis piernas, supe que no le era indiferente mi cambio de actitud. Su olor era gloria, vida para mis venas. Me agarré fuertemente a su camiseta, buscando su cuello para sumergirme en él.

—Portia...no deberías...—dijo con un hilo de voz mientras que salíamos de la cámara frigorífica. Poco después de salir al exterior, me abandoné a su presencia y a un cansancio que parecía haberse esfumado por unos minutos mientras que mi salvador había venido a por mí. Hecha un ovillo y suspirando como una estúpida, decidí confiar en él aun a pesar de saber con total seguridad de que vivía bajo el techo de un ser que no era humano.

Alguien que pertenecía al reino de los libros, me llevaba a casa.

Kupari Lanka y los hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora