VIII

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Databa el año de 1939. Oh Baëk continuaba siendo un parlanchín que fuera de la jornada de trabajo usaba sombreros negros de ala ancha, trajes baratos y corbata que recordaba a los residentes fuera de la península. En realidad, Baëk gustaba de personificar a Cole Porter, pero no había nadie que conociese al intérprete además de los miembros del Palacio Este. El bar-club también seguía en funcionamiento, con sus habituales percances que no inspiraban malos presagios. Pero el viento sopló de un modo extraño ese día.

Fue en diciembre cuando, sin previo aviso y en mitad de un juego de pelota con los alumnos, un soldado nipón arribó al colegio trayendo consigo un acta destinada a Baëk. La mayoría de los niños retrocedieron o bajaron la mirada por la imponente presencia del soldado, pero Yuk Hei mantuvo su postura y le escrutó con la misma insolencia que los ojos de Baëk despedían en ese instante.

Era una competencia de insolencia, al parecer, no entre Yuk Hei y Baëk sino de ellos contra el soldado, que les miraba lleno de desprecio, como si fuese una ofensa tener que dirigirse a esos civiles. Pero tenía una razón además de la pedantería para sentirse así.

Una vez que Baëk tomó el sobre que le dirigían y el soldado partió, presintió de qué se trataría. Y no erró. El acta estaba acompañada de una breve carta de un funcionario japonés cuyo rostro no recordaba pero cuyo nombre y apellido llevaba grabado en forma de cicatrices en la sien y alrededor del cráneo. Pedía su retorno al país de procedencia. El acta firmada abogaba por una repatriación.

El rostro que por años había sido apacible y deslumbrante rezumó de terror en un santiamén. De pronto, el peso del mundo había caído sobre sus hombros y sus brazos y su cabeza, queriendo enterrarle en lo más profundo del averno que tanto había aprendido a temer. Yuk Hei se escandalizó por presenciarlo de esa manera que jamás hubiera imaginado, pero no pudo ni hilar una frase antes de que Baëk echara a correr cuesta abajo en dirección a casa. No se detuvo ni aunque las piernas se le entumieran. Si acaso tropezó por lo abrupto y sin importar el pantalón roto y la rodilla sangrante volvió a emprender la carrera hasta llegar a su hogar, donde la imagen de su madre sentada al telar le recibía.

Solo entonces el aire se devolvió a sus pulmones como la primera exhalación estéril de un náufrago que ha caído al mar. Se desplomó nada más llegar y constatar que seguía con vida.

¿Qué significado había detrás de la correspondencia recién recibida que causó tan abrupto impacto en el despreocupado Oh Baëk? Para alguien a quien las palabras representaban lo más fundamental de la vida, unas cuantas de ellas bastaron para trastornar su mente unos minutos.

Todo se remonta al día de su nacimiento.

Todo se remonta al día de su nacimiento

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Oh Baëk, Palacio Este

Querida lunaWhere stories live. Discover now