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En cuanto Baëk recibió la orden de regresar a Japón, el mundo le dio vueltas y le hizo sentirse tan pequeño. Ser parte de la guerra nunca había entrado en sus planes; tenía la firme filosofía de que matar significaba quitarle el sentido a la vida, y que solo entendiendo la virtud de una vida podía uno escribir. Comportarse como un ciudadano más de Corea siendo sometido por la imposición del Imperio, a pesar de que no lo era, le había traído más dicha de lo que habría concebido de estar en Miyajima. Tenía a mamá consigo —su padre hacía tanto les había abandonado y dejado a su suerte—, a Henry, a los Jong, a Hoshi y Yuk Hei —aunque se negara a reconocer a este último—. La vida le sentaba bella a pesar de, o quizá debido a esto, sus percances e imperfecciones, de la misma manera que se puede apreciar un cometa sabiendo que está colapsándose.

Como el hombre sensible a los estímulos que era, mas no sentimental, Baëk aceptó su destino con la templanza lívida de un joven a quien las circunstancias maduran por la fuerza. Reconocía que era imposible negarse a la orden dada por el mismo ejercito; de hacerlo, no le cabía duda que pondría en riesgo a sus allegados, fundamentalmente a su madre, a quien la vida ya había tratado con tan miserable desdén.

Tenía al parecer una semana para partir, así había dictado la carta. Una semana no le alcanzaba para escribir todo lo que tenía en mente ni para seguir escuchando de las historias que Hoshi tuviera para contarle sobre las constelaciones, ni para beber en el bar-club ni para jugar a la pelota con Yuk Hei. La vida no le alcanzaba ya. Sentía que ir a la guerra sería morir de inmediato, dar un paso en falso sobre un campo de minas tan pronto pisara el barco que le conduciría a una muerte segura. El solo pensamiento le causó su primer ataque de pánico en la vida, de noche, en mitad del campo de mijo y en soledad, puesto que el cielo nublado no permitía observar las estrellas ni ser observado por ellas.

Al día siguiente, se guardó su desespero interno que deseaba huir a través de la consternación implícita en sus ojos. Se forzó a sonreír a sus amigos después de relatar los sucesos que le habían acarreado a ese punto, mientras ellos, con sus rostros compungidos y horrorizados y decaídos no daban crédito. Fue una mezcla desigual de sentimientos que se veían eclipsados por la brillante y presuntuosa sonrisa de Baëk, que aseguraba que todo marcharía bien y que sin importar las dificultades volvería a casa, logrando apaciguar solo un poco del dolor que guardaba cada uno de los presentes.

Todos le creyeron, por supuesto. No pondrían en duda al humorístico y despreocupado Oh Baëk que por siempre había rezumado una confianza que hacía a cualquiera querer escamparse bajo su amparo y sus sonrisas cuando las cosas marchaban mal. Poseía un inusitado complejo de salvador que mucho tiempo se manifestó de forma natural y sin dobles intenciones pero que, por eventualidad y tras esa correspondencia, no tuvo más remedio que empezar a recrear de forma artificiosa, no solo esa semana, sino por el resto de su vida a fin de sobrevivir.

Y, ¿sobrevivir a qué? Baëk lo relata en sus diarios un año después. 

Oh Baëk, 1937

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Oh Baëk, 1937

Querida lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora