XI

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Es de este modo que llegamos al punto inicial, aquel donde Baëk, tras casi cuatro años de servicio y un sinfín de anécdotas novedosas por escribir pero sin el brío para hacerlo, apoyaba la nuca contra la corteza de árbol en escucha de los parloteos de los soldados, algo que remontó a sus días joviales en el Palacio Este. Pensó, con absoluta sobriedad, que sería un lugar afín a Jong Dae y Henry, pero no para los demás.

Extrajo del bolsillo de su chaqueta su diminuta libreta, un lápiz y garabateó en una tentativa de plasmar algo, por mísero que fuera. Las últimas hojas contenían vagas frases, incompletas por cierto, que no bastaban para explicar ni siquiera lo básico, mucho menos lo fundamental. Con el tiempo, sus extensos relatos y ensayos se habían vuelto simples palabras producto del azar de su mente. La última carta que había podido recibir de Hoshi le instaba a escribir haikus, pero Baëk, con la calma desdeñosa que produce el hastío, alegaría cuando le escribiese de vuelta que el sentimentalismo nunca había sido parte de sí y, además, se negaba a perder la amplitud de sus descripciones detalladas. Una, dos o diecisiete palabras no bastarían nunca.

Escribir no se le daba bien al igual que se había vuelto incapaz de vivir. Respirar comenzaba a volverse tedioso, e insufrible cuando por las noches o las siestas de día despertaba azorado y con el pulso agitado, sin importar si se encontraba en una misión o en una sosegada habitación. Es por eso que, en ese momento, Baëk decidió seguir a sus compañeros en un supuesto afán de festejo en lugar de dormitar. De algo estaba seguro entre las muchas dudas que lo inquietaban día y noche y es que estaba perdiendo la cabeza y el espíritu mismo.

El primer síntoma en notar fue el día en que ni siquiera halló ánimos para escribirle a Hoshi en cuanto tuvo su carta en manos. La leyó sin duda alguna, repasó la suave caligrafía con las yemas de los dedos y lo imaginó escribiendo en su taburete. No más. No existió disposición alguna para correr por un folio y escribir de vuelta. Debido a esto, mantenerse al tanto entre ellos se había vuelto complicado. En sus misivas Baëk culpaba a la retención de correspondencia en la frontera. Desde aquella vez que forzó la sonrisa delante de sus amigos, descubrió que se le daba bien mentir y no había parado de hacerlo desde entonces.

Con un suspiro volvió a cerrar la libreta. Apretó los dientes y se soltó un golpe en la cabeza, buscando noquearse pero simplemente causando un dolor en la sien que palpitaba aunque no se tocase. Era suficiente para espabilarse.

Se puso en pie, robó una botella de shōchū de los suministros y se adentró en la selva en pos de su plena soledad. Allí mantuvo un intento de emborracharse bastante mediocre. Desde que se había vuelto asiduo de beber, su resistencia había aumentado de forma notable.

Al día siguiente, la resaca era general en una porción de la tropa. Los hombres hicieron de todo para evitar darse a notar, en tanto Baëk tenía una resaca de desvelo que emulaba el pesar y malestar del rostro de sus compañeros. La tropa marchaba con mochilas y armas en mano, liderada por su teniente, en dirección al puerto para partir rumbo a Tokio. Este hecho mantenía a Baëk impasible, pero no era algo que dejase traslucir ni aun cuando Tomorô se acercara y en voz baja llamara su atención con simples palabras que debieron erizar sus vellos.

—Escuché que serás enviado a una misión de reconocimiento, y sé que tus nervios no son buenos desde... la última vez.

Tomorô no era una persona por la cual Baëk sintiera el impulso de mantener la guardia alta, pero de haberse encontrado a solas con él o en otro momento, probablemente le habría asestado un golpe de frente a frente.

En su lugar, guardó silencio y sin mirarle siguió caminando con la vista al frente.

—De todos modos —Tomorô carraspeó—, de parte de alguien que se preocupa por ti, me pidió que te dijera que tuvieras cuidado con el comandante Ichimura la próxima vez que lo vieras.

La simple y sucinta mención de un par de sílabas bastaron esta vez para crispar sus nervios, como aquella ocasión en que una carta firmada por el mismo nombre había hecho con un par de palabras. Parecía que el lenguaje lo hacía perder los estribos más de lo que la guerra hacía.

—¿Por qué? —exigió saber, formando un puño con las manos involuntariamente.

—Dicen que no es de fiar, que está involucrado en asuntos turbios.

—Como cualquier alto mando. ¿Quién me envía el mensaje?

—Un tal... Henry, me parece.

Como haber sido metido a un gran balde de agua fría, Baëk se espabiló. Sus ojos se abrieron en demasía. Llevaba años sin escuchar ese nombre si no tiene en cuenta haberlo leído hace un año en la antepenúltima carta de Hoshi. Pero escucharlo le supo diferente, como si el propio Henry que dejó en la península viajase en cuerpo y alma y estuviera de pronto delante de él, con su sonrisa apacible y confiable, confesándole una posible conjetura.

Entonces recordó Baëk cómo aquella vez que le relató a su grupo de amigos algunos de sus secretos de procedencia, Henry había opinado al respecto de Tajômaru:

"Parece que Tajômaru te quería utilizar a ti y a tu familia como espías al enviarlos aquí, pero algo debió pasar. Quizá no los contactó porque se olvidó de ustedes. O algo más grande sucedió".

Todo le había indicado desde un inicio que, en efecto, Tajômaru nunca había sido alguien en quien confiar. No lo hacía, su espíritu se negaba con perseverancia al inicio, pero con mediocre lucha después. Era el comandante después de todo. Sublevarse en su contra sería hacerlo contra el Imperio, así que había acabado por encerrar y acallar e incluso maldecir a su propio espíritu.

No importa cuántas creativas opciones él viera delante de él, ninguna sería tan tentativa para oponer resistencia al Imperio mientras poseyera un talón de Aquiles, uno que el mismo Tajômaru conocía muy bien. Incluso la alternativa de morir se descartaba —¿de qué forma protegería a su gente desde el infierno?

Pero, ¿qué más podía hacer?, reflexionaba. No, ya no se trataba de un profundo análisis de la situación. Había pasado de intentar ingeniárselas a repetir febrilmente la misma frase, apoyando la frente sobre sus manos unidas en una silenciosa plegaria dirigida al cielo. Después de miles preguntas sin respuesta, dejó de saber a quién dirigirse. Ahora, la pregunta era solo formulada como una redundancia sin significado.

Pero luego de escuchar ese nombre, el de su primer amigo, y evocar distintos escenarios de su juventud, brotó una mísera pizca de confianza. No estaba seguro de si quería tomarla y todo su instinto le señalaba que no. No quería errar en el intento.

Con paso presuroso avanzó hasta adelantar las filas desiguales. No le hacía ilusión volver, después de todo ¿a dónde se supone que volvería? Llevaba años sin ver a sus seres queridos y había estado rodeado de muerte al punto de olvidar de dónde provenía y dónde se dirigía. Esa mañana solo tenía certeza de que se encaminaba a abordar un barco que les llevaría a Tokio y con solo medio día de descanso, él remontaría los cielos nuevamente en un avión de combate. 

Querida lunaWhere stories live. Discover now