XIV

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Era una tarde de julio no como cualquier otra. El general Oh Baëk montaba un bombardero. Las instrucciones para esa misión se asemejaban a las anteriores, pero esta vez el general les acompañaba. Había dictado su destino tiempo atrás y al fin hallaba el momento. Tras el ritual de sake y unas sucintas palabras que clamaba de alguna parte, acaso de su rodilla —porque alma había dejado de poseer—, despegó acompañado de su escuadrón y con dos soldados ingenuos acompañándole en la artillería, abandonando el portaviones atrás que tarde o temprano habría sido atacado. Aprovecharía la neblina del amanecer para desviarse del trayecto, intentando no rememorar que aquel clima era idéntico a un fatídico día.

Como previó, su desvío no fue percibido sino hasta muy tarde, cuando ya Baëk se encontraba deslizándose por entre las densas nubes, realizando pericias para huir de las naves aliadas y enemigas, pues el océano constituía un campo minado en el cual al primer avistamiento podría darse por muerto —a los soldados acompañantes los había asesinado a uno con un corte letal en el cuello y al otro de un disparo en el pecho luego de cortar las comunicaciones con la radio. Sus cuerpos sin vida fueron lanzados al mar, aquel al que Baëk se lanzaría días más tarde.

Se dedicó a volar durante horas que iba contabilizando por el transcurso del sol y el rumbo del viento. Debido a que no se había alimentado bien ni descansado las horas apropiadas para mantener la cordura de una mente exhausta, pronto el celeste del cielo se diluyó con el azul del mar en un solo panorama, tal que ya no podía reconocer cuál era cuál y si acaso avanzaba en vuelo invertido. Un manto azul lo recubría todo a su paso, imposibilitándole saber por dónde avanzaba hasta que se hizo de noche y pudo guiarse nuevamente por los astros, que refulgían con parpadeos quedos y breves. De no haber sido por ellos, el antiguo azul se habría transformado en una insondable oscuridad infinita que le pudo haber hecho caer al mar.

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