VII - Las cuevas de Lexadur

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                  Cuando Ari recuperó la conciencia, todo daba vueltas a su alrededor. Imágenes confusas irrumpieron de golpe en su mente. El dolor que martilleaba su cabeza hizo que volviera a cerrar los ojos y arrastrara las manos de la frente hasta la boca. Entonces, lo recordó todo: El granero, los soldados, el calor de las manos del roinnasi que aún latía en su garganta, la praeda y la sangre, la sangre de su padre, tirado en medio de la celda. Ari se arrastró con premura hasta él y le verificó el pulso.

                   —¡Gracias a los dioses!— dijo, para luego retirarse al fondo de la celda, con cientos de voces de lamento que llegaban hasta él, desde alguna zona apartada de ese laberíntico lugar.

                   Al estallar la guerra que marcó el final de la era de los Místicos, las cuevas de Lexadur se utilizaron para encerrar a los prisioneros que venían de las batallas que se libraban en la costa. En aquel entonces, el enemigo hizo arder toda la cosecha y el pueblo tuvo que correr a las mazmorras en busca de refugio. Ari conocía los hechos por boca de su padre y, en ese momento, recostado a la pared de piedra, con las rodillas recogidas al pecho, recordó las noches lejanas cuando solía contarle historias antes de dormir. Los minutos que siguieron en esa esquina hedionda y polvorienta, los tomó para culparse por palabra, obra y omisión. Con los dedos engarfiados, perdidos en su cabellera negra y la mirada aturdida de quien siente que los dioses le han puesto un peso mayor al que puede soportar, se preguntaba, mientras miraba a su padre tendido en el suelo, al borde de la muerte, cómo habría sido todo, si le hubiera partido la cabeza en dos a ese soldado, si hubiera manchado de sangre sus manos por vez primera, si hubiera tomado el camino de acero que Sotus le había preparado en vez del camino de la ciencia que hizo que terminaran en ese lugar. Fue en ese instante cuando llevó su mano al pecho. Las correas y otros objetos le habían sido arrebatados, pero aún mantenía sus botas. Arrodillado, exploró con cautela en busca de un compartimento oculto, y allí lo encontró: un alambre que había adquirido en la tienda de la posada Medio Camino.

                   —Con esto, podré hacer una llave —dijo Ari lleno de júbilo
De repente, escuchó una voz que se alzaba con levedad sobre los murmullos que hacían eco en las grutas que conformaban la mazmorra. Una voz que le resultaba familiar.

                  —¿Hola?... —llamó titubeante—. ¿Quién vive?

Ari se puso de pie, llegó hasta la puerta de la celda y pegó su rostro entre los barrotes, intentando una vez más identificar a la persona que estaba un par de celdas más allá de la suya.

                 —Soy Aribell, Aribell Deodriellis, secretario del...

                 —Sé quien eres, reconocí tu voz. No has parado de lamentarte desde que llegaste.

                  —¿Quién eres? Tu voz también se me hace conocida

                 —Hazel, la hija del gobernador

                 —¿¡Hazel!? ¿En serio? ¿Eres tú, Hazel?

                 —¿Qué clase de pregunta es esa? No tengo necesidad de mentirte.

                 —No tiene sentido... ¿por qué estás aquí? ¿Cómo es posible que el gobernador...?

                  —¿Podrías callarte niño? Desde hace una hora que intento concentrarme y tu lloriqueo no me deja.

                   —¿Lloriqueo? yo no estaba...

                  —¡No puede ser! porque no encerraron a este con la gente del pueblo! ¡Silencio!

CICLOS ARCANOS - En los Templos del Caos - Libro 1Where stories live. Discover now