I - El señor del los templos

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La luz de una mañana incierta se derramaba sobre Collivet. Los aldeanos convocaron una reunión de urgencia en cuanto Aldred dio aviso a la señora Tud sobre el inminente peligro: los soldados se encontraban a tan solo dos días de distancia. Recorrían aldea por aldea en busca de niños y niñas para reclutarlos en el frente de batalla.

"La muerte toca nuestras puertas", dijo uno, "reúnan a todos los niños en el granero", ordenó otro con voz urgente, mientras los demás que se encontraban en la sala, miraban al suelo o tapaban sus bocas con las manos en un intento casi instintivo de ocultar el llanto.
         Aldred tenía las dos manos apoyadas sobre la gran mesa de madera y sin alzar la mirada,  tomó la palabra.
—A menos de mil varas de distancia, en dirección noreste, se encuentra la "gruta del grito". Escondamos a los niños ahí. 

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Detrás de la cabaña que se utilizaba para el depósito comunitario de leña, Aldred le sacaba punta a una estaca, mientras el pequeño Luriel lo observaba con ojos curiosos.

—¿Qué sucede en la aldea que tiene a todos tan inquietos? —Por fin se atrevió a preguntar Luriel. 

—Nada por lo que debas preocuparte —respondió Aldred sin apartar la mirada del filo del machete y de la lluvia de hojuelas de madera caía sobra la tierra con cada movimiento de su mano. 

—Mamá tampoco me quiere decir  —murmuró Luriel, con un tono de resignación en su voz.

—Lo único que necesitas saber, es que tu madre te quiere mucho.

Aldred se levantó y fue a buscar otra pila de madera. Luriel tomó una de las estacas y la empuñó con ambas manos para usarla como si fuera una espada.

—¡En guardia! —exclamó Luriel

—Eso no es un juguete —advirtió Aldred con una mirada de soslayo hacia el rostro lleno de entusiasmo del jovencito.

De repente, Aldred escuchó una acalorada conversación proveniente del patio frente a la cabaña. Al llegar a la entrada, se encontró con un grupo de cuatro aldeanos a punto de dar inicio a una trifulca contra un hombre alto y robusto, de barba amplia y cabeza rapada, quien sostenía un hacha de mango corto en su mano izquierda. Los aldeanos blandían rastrillos, palas, azadones y otras armas improvisadas. Aldred reconoció de inmediato a este hombre: era Ivert, el leñador, padre de Luriel.

—Lárgate, borracho de mierda. Si no pretendes ayudar tampoco estorbes —dijo uno de los hombres.

—Deberíamos lincharlo aquí mismo —añadió otro, con tono mordaz.

—¿Lincharme? —respondió Ivert, con una sonrisa burlona—. Vengan todos y veamos que pasa.

—No tientes a tu suerte, maldito —dijo un tercero, cuya paciencia parecía llegar a su fin. 

—Ninguno de ustedes merece ser ciudadano de este reino. —respondió Ivert, al tiempo que le daba vueltas con destreza, a su hacha, con la mano izquierda.

—¡Y quien carajo quiere ser ciudadano de un reino que manda niños al frente de batalla! —gritó un cuarto hombre—. Puede que a ti no te interese lo que le pase a tu hijo, pero nosotros no permitiremos que se los lleven.

—Él será el primero en estar al frente. 

Ivert lanzó una mirada siniestra hacia donde estaba Aldred, detrás del mercader, habia llegado el niño con la estaca—. Dicen que los soldados están a dos días de camino. Yo mismo se lo entregaré cuando lleguen. ¿Qué mejor manera de volverse hombre que en la guerra? ¿Verdad mocoso?... 

CICLOS ARCANOS - En los Templos del Caos - Libro 1Where stories live. Discover now