Cláusula

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Vladimir

Hace 21 años.

Encendí la brillante luz amarilla y me adentré en la habitación, observando el caos de ropa esparcida sobre la cama de Dimitri, contraria a la cuidadosamente limpia y ordenada cama de Dominik. Dejé caer la mochila sobre la mía y me senté junto a ella. Mi cabeza palpitaba con una terrible migraña desde que regresé a la academia, tras apenas dos días fuera. Rápidamente me levanté para apagar la luz, sumiendo la habitación en la tenue iluminación de la luna.

Masajeé mis sienes en un vano intento por reducir la incomodidad que sentía, pero fue imposible. Mis ojos se posaron en mis manos, en las cuales casi podía sentir la sangre caliente de esos hombres que había asesinado ayer. La cuenta ya ascendía a doce en este mes...

Un frío vacío me acogió, un vacío que ni siquiera la crueldad de mis acciones podía llenar. No sentí ninguna culpabilidad o empatía hasta que la imagen de mi madre cruzó mi mente e imaginé lo decepcionada que estaría de mí si viera todas las cosas terribles que he hecho con tan solo quince años.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí tristeza.

Desde hace un año, mi padre comenzó a encargarme parte del trabajo sucio que le correspondía a su red de sicarios. Todo comenzó después de descubrir que estaba vendiendo drogas bajo sus narices sin que se diera cuenta, lo cual comencé a hacer porque disfrutaba la sensación de que él no tenía un control completo de mi vida, como ha sido desde que tengo uso de razón. Al principio, quería creer que estos encargos eran simplemente un castigo por haberlo desafiado de esa forma, una especie de lección para recordarme quién tenía el control. Sin embargo, ya había pasado un año, y cada vez se volvía más evidente que tenía otro propósito conmigo. Esto no era un simple castigo, no era tan ingenuo. Sabía que él estaba moldeándome para algo más oscuro, y no era muy difícil saber para qué. Solo debía ver el desprecio en los ojos de Yakov para saber que algún día yo tomaría el lugar que él creía merecer.

¿Qué pensaría Hadriel de mí?

Dejé escapar un suspiro al pensar en aquel chico de profundos ojos negros. Había pasado bastante tiempo desde la última vez que su recuerdo llegó a mi mente. ¿Por qué lo recordé justo ahora? Imagino que él me odiaría aún más si viera en quién me he convertido. Esta era una versión de mí que lo decepcionaría, considerando la promesa que nos habíamos hecho hace años y la cual había arrojado a la basura en cuanto comprendí que nuestras vidas jamás serían compatibles.

Mis pensamientos se apartaron de esos amargos recuerdos cuando mi estómago rugió de hambre. Saqué una barra de chocolate de mi mochila y salí del dormitorio en dirección al comedor. Mientras me comía la barra y caminaba sin prisa, noté cómo las conversaciones se apagaban a mi paso por el pasillo; las personas guardaban silencio en cuanto me acercaba a ellos. Las miradas furtivas y los susurros de algunos dejaban en evidencia que estaban hablando sobre mí. Algunos me miraban con temor, mientras que otros parecían envidiarme. Era consciente de que, para muchos en este lugar, recibir encargos a los quince años sería un sueño hecho realidad, pero para mí, eso solo significaba vivir en una pesadilla que ya había aceptado como mi desgraciada realidad.

—Vladimir... —volteé hacia la izquierda al escuchar el ronroneo lascivo de Marcus mientras descendía las escaleras. El rubio de ojos verdes me observaba con picardía, y ante esa mirada cargada de deseo, esbocé una sonrisa, pensando en retrasar un poco la cena.

—¿Me extrañaste? —inquirí, simulando un interés que realmente no sentía. Él hizo un pequeño puchero y asintió. Mis ojos se deslizaron por su cabello lacio, pero no pude evitar reprimir una mueca al imaginar, por un instante, cómo se verían los rizos de Hadriel, quien debía tener unos trece años ahora. ¿Por qué estaba pensando tanto en él?

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