La princesa

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III

—Princesa Amber, el hijo del herrero la espera —avisó el guardia apostado fuera de las puertas. Hoy todos los guardias usaban la armadura de color bronce, únicamente usada para los entierros. Un cambio de vestuario realmente alentador—. La espada está...

—En el cuarto de armas —terminé por él.

Mis ojos brillaron por primera vez en todo el día. Caminé..., corrección, corrí al cuarto de armas. Empujé la puerta antes de que lo hiciera el guardia, solo para encontrarme con una caja plateada con grabados semejantes a los de mi armadura.

—¿Y el herrero? —pregunté en un tono muy poco amable.

—Se ha marchado —comunicó nervioso el guardia.

Asentí.

—Déjenme sola —ordené.

Esperé a que abandonarán la habitación para dar un paso a la caja y abrirla. Maldito cobarde, había dejado la espada y salido corriendo. Sonreí. Tal vez lo había asustado un poco anoche.

—Oliver... —susurré.

Contuve un gemido al ver la fina arma reposando en un cojín lila. Los detalles eran exquisitos. La empuñadura imitaba una rosa de plata de la que se asomaban, semi ocultos, los ojos de un dragón. Dos rubíes imitaban sus pupilas, tan rojos como mis propios ojos. Levanté la espada e hice un corte en el aire. El metal era ligero y a la vez resistente. La espada estaba diseñada para cortar escamas y resistir el fuego. Había sido parte del proceso de confección y tanto mi alma como la del herrero estaban fundidos en este acero. El poder despertó en mis venas, llamándola.

—Te llamaré: Espinas —Le di un nombre como dictaba la costumbre.

Un papel blanco que estaba escondido debajo del arma llamó mi atención. Saqué la nota de la caja y leí:

"Le deseo la mejor de las batallas y una victoria segura, su alteza. Si la espada llegará a dañarse, estaré más que complacido de arreglarla siempre que me honre con su presencia y un buen vino".

Ms labios se sintieron secos cuando deslice el dedo índice por la longitud de la espada. Hermosa. Única. Mía. Un sonido primitivo abandonó mi garganta al recordar la noche anterior.

—No tienes por qué hacer esto —interrumpió una voz.

Coloqué la espada en el cinturón y lo ajuste a mi cintura. No tenía que voltearme para saber quién era.

—Pensé que ya habíamos discutido esto —repliqué.

El príncipe me colocó una mano sobre el hombro, obligándome a voltearme. Ya no llevaba la corona y su cara era una máscara de desesperación.

—Te quedaba bien.

—Es tuya —suspiró.

—Ya no.

—Por favor —suplicó—. No quiero verte morir.

—¡Dragones! —maldije—. ¿Tan poca fe me tienes?

Una lágrima corrió por su mejilla. Me froté la frente, sin saber qué hacer. Nunca la había visto llorar ni cuando éramos niños.

—Debería ser yo quien vaya en tu lugar —dijo al fin.

Coloqué mi frente en la suya para calmar sus temblores. Su estatura era apenas unos centímetros más pequeña que la mía. Comprobé que la puerta estuviera bien cerrada y que solo las armas colgadas en las paredes fueran nuestros únicos testigos antes de preguntar:

—¿Cómo te sientes?

Retrocedió un paso y por la expresión de su rostro, pensé que tomaría una de las lanzas a su lado y me la clavaría.

Herederos de sangre y hierro #PGP2024Where stories live. Discover now