El Mago

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Estuve dormido por lo que se sentían como... ¿Siglos? Tal vez Eras. Los huesos me dolían y traqueaban como si el peso del tiempo hubiera caído sobre ellos en apenas un parpadeo. Había decidido dormir desde la noche en que el primer cazador volvió con las manos ensangrentadas. En el momento en que sus ojos se volvieron rojos en castigo por la traición que acababa de cometer, supe que debía vivir hasta ver terminada la profecía que el viento grabó con magia en cada rincón del reino.

Sobre mis hombros cargaba la culpa de que tanto dragones como humanos se vieran envueltos en una tradición de hierro y sangre que no se detendría hasta restablecer el lazo que una vez los unió. Coloqué un hechizo sobre mí que me haría transitar entre la vida y la muerta hasta el momento de volver. La magia utilizó mi cuerpo de contenedor, destruyéndolo en el proceso. Mi tiempo de vida se redujo a apenas unas décadas, esta sería mi última línea de vida y así lo deseaba, estaba completamente equivocado al pensar que el tiempo mitigaría el dolor de perder al único ser que amé y perdí por mi egoísmo. Siglos después, su recuerdo seguía doliendo. Miré mis manos, como si la sangre aún estuviera ahí como castigo.

-Perdóname -susurré.

Estiré los brazos y las piernas. No tenía tiempo para prepararme, podía sentir a las almas gemelas llenar sus pulmones de aire por primera vez. Su llanto hacía que las hojas de los árboles se balancearan de un lado a otro y que el reino, floreciera. La primavera había llegado antes de tiempo y aquellos pequeños corazones no sabían que su futuro estaba escrito en el hierro de las espadas que ahora se alzaban para darle la bienvenida.

Me tomó un tiempo terminar de materializarme y otro tiempo más, recordar como caminar. Había dormido tanto... demasiado, pero no había tiempo que perder. Necesitaba activar la magia que palpitaba en mis venas y aquella chispa de dragón que adquirí cuando forjé el báculo. Con un chasquido de dedos me transporté al castillo. Mis pies protestaron cuando sostuvieron mi peso sobre el puente que daba acceso a las dos grandes puertas de madera de a la entrada del castillo.

Casi caigo de bruces, pero por un motivo diferente. Lo que estaba viendo no podía ser real. Rosas blancas, cientos de ellas. Crecían entre las grietas, sosteniendo la estructura del viejo castillo. Innatural. Prohibido. Parpadeé y la visión del castillo en llamas me puso los vellos de punta. Este lugar ardería hasta los cimientos. Recordé la última oración de la profecía: "Las rosas arderán y los pétalos se volverán rojos al caer sobre las ruinas". Las profecías podían interpretarse de diferentes formas y si mi visión era cierta, el nuevo cazador no traería la paz.

Levanté la mano derecha e invoqué mi báculo mágico, debía estabilizar mi magia para lograr atravesar estas puertas. El nacimiento de los príncipes herederos definiría el final de esta era de sangre e iniciaría una nueva. Ni toda la magia del reino podía cambiar el destino que se avecinaba.

-No de ni un paso más -dijo alguien detrás de mí. Volteé lentamente para ver a un caballero de dorada armadura apuntándome con su espada. Su cabeza estaba cubierta por un casco dorado que le cubría hasta la nariz con una cola de caballo verde y blanca.

-Soy un mago y he venido a ver al rey -expliqué.

El caballero hizo una rápida evaluación y al ver la bata blanca de dormir a la altura de las rodillas que llevaba puesta, frunció el ceño. Ciertamente, no había pensado en cambiarme de ropa y mucho menos en transportarme directamente dentro del castillo. Suspiré. «Estoy un poco oxidado».

-Soy... -¿Cuál era mi nombre? Maldición, lo había olvidado-. Un legendario mago de Drakros -concluí-, debe haber oído de mí en las leyendas.

Abrí los ojos para que pudiera ver mejor mis pupilas. El caballero hizo un gesto y pronto me vi rodeado por otros guardias armados, todos de armadura plateada y casco con cola de caballo semejante al que parecía ser el líder. Desde las aberturas de la torre del castillo se asomaron puntas de flechas. Tragué. Este era el peor recibimiento de toda mi larga vida.

-Sí, he escuchado las leyendas -respondió con seriedad-. No sé cómo todavía está vivo, pero si es quien dice ser, tiene prohibido la entrada al castillo por otros siglos más. Bastante daño le ha hecho a este reino. Le pido que abandone de inmediato el castillo o me veré obligado a utilizar cada arma contra usted.

Fruncí el ceño. Al parecer habían volteado la historia para hacerme ver cómo otro enemigo. Cometí errores, sí, pero siempre hice lo mejor para este reino y sus habitantes. Di un golpe con el báculo sobre el suelo, era momento de ponerme serio.

-Es deber de un mago presenciar el nacimiento de un príncipe y predecir cuál será destino -exigí.

-Está prohibida la entrada al castillo y para ti, todas las puertas están cerradas. -Levantó la espada-. No lo repetiré.

El caballero no retrocedería un paso. Levanté la mirada al castillo, ignorando las flechas y las rosas cuyos pétalos esparcía el viento. Podía escuchar su llanto tras las paredes. Uno destinado a reinar, el otro, a enfrentar al rey dragón. Suspiré. Había llegado demasiado tarde. Asentí al caballero antes de desaparecer y trasportarme al territorio que le fue conferido a los dragones: la montaña Dragón, los humanos solían llamarla de forma diferente para fingir que las criaturas mágicas existían a tan solo unos kilómetros de su reino. Había fallado en predecir quién cumpliría la profecía, pero todavía podía hacer cambiar de opinión a un viejo amigo.

Esta vez me acordé de cambiar la ropa de dormir por una túnica larga de color negro con rosas plateadas adornando el alto cuello. Trencé mi bigote, ahora blanco tras siglos durmiendo. El estómago me rugió cuando el viento transportó el olor procedente de los árboles frutales. Las tierras del reino eran áridas, pero las montañas nevadas resaltaban en belleza y abundancia. La magia y el fuego de los dragones provocaban que, a pesar de las bajas temperaturas, la montaña se mantuviera en un eterno verano.

Me puse en alerta cuando escuché el sonido de la tierra, cediendo ante el peso de una criatura tan grande como los árboles. Solo esperaba que fuera Obsidian quien viniera a mi encuentro y no uno de los cientos de dragones que vivían en las montañas o realmente estaría en problemas. Cuando el dragón negro de grandes cuernos de marfil apareció, sonreí. Obsidian me escudriñó con la mirada y toda alegría se esfumó entre la niebla que comenzaba a formarse, estaba listo para la batalla y nada de lo que le dijera lo haría cambiar de opinión.

Pasaron diecisiete años desde mi visita a la montaña nevada y mi decepción no hacía más que aumentar. ¿Cómo era posible que tanto dragones como humanos se hubiesen vueltos necios con el paso del tiempo? Si tan solo recordaran que hace siglos solían vivir en armonía y ayudarse unos a otros. Eras de paz destruidas por la codicia.

Recuperé la magia que había perdido y vigilé desde lejos a los príncipes. Ambos mostraban signos de una magia extraordinaria y a la vez, mortal. Pero solo uno cerraría el ciclo. Nunca había visto a dos almas tan conectadas, cualquiera de los dos podía cumplir la profecía o posiblemente la profecía siempre se trató de ambos.

Meses antes de su cumpleaños me encontraba practicando un hechizo de invocación cuando un caballero de armadura plateada y rostro semicubierto por un casco del mismo color me entregó una carta con el sello real. Mis pupilas se ensancharon y luego volvieron a su forma natural cuando leí el nombre de la persona que me invitaba al palacio. No podía creer lo que estaba leyendo. Rápidamente, cambié mi atuendo por una túnica roja de cuello alto adornada con círculos dorados y coloqué en las trenzas de mi bigote cuentas de oro, estaba listo para escuchar sus palabras. Chasqueé los dedos y me transporté directamente hacia la alcoba real.

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Herederos de sangre y hierro #PGP2024Où les histoires vivent. Découvrez maintenant