PRÓLOGO

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El tiempo es relativo.

Se pueden esperar tantas respuestas como granos de arena en una playa, o como estrellas en el vasto universo a la pregunta: ¿qué es el tiempo?

Para los ángeles no es nada; carece de valor. Pueden percibirlo, pueden sentir cómo corre o cómo se detiene, pueden contar momentos, ¿pero qué es un momento para un ser sempiterno?
Cuando gozas de un tiempo infinito por qué se le iba a dar importancia a algo que no tiene ningún tipo de soberanía o poder sobre ellos.
El peso de las situaciones es igual hace cien años que hace un segundo. Pensar que están subyugados por esta entidad es irónico.

Según los humanos, que nacen, viven y mueren, el tiempo es percibido como algo pasivo.
Es maleable por su vana percepción, por sus sentidos ciegos y sordos a él, por la poca importancia que pueden llegar a darle cuando dependen de él desde el día que nacen hasta el día que fallecen.

Los condenados son otra historia.
Para ellos el tiempo lo es todo. Este marca una de las diferencias entre lo que fueron y lo que son.
Es un ritmo imparable que sienten palpitar bajo su piel, un ritmo que les recuerda que su existencia es una consecuencia, un castigo. Pueden verse afectados por este, como los humanos, pero no son limitados por él. Los condenados pueden florecer y pudrirse pero no están bajo su reinado.
El tiempo les había sido indiferente hasta que se dieron cuenta de que se escapaba de sus manos.

En aquel mundo cálido y límpido sobre las nubes, habitaban los primeros hijos del Creador. Con cautela y parsimonia había creado tantos como fueran necesarios para suplir las necesidades que surgieran así en la Tierra como en el Cielo.
En aquel primer jardín pintado de tonos claros y vibrantes, el tiempo era una sustancia que carecía de valor alguno. Sus habitantes no se veían afectados por él, no conocían la tragedia que este acarreaba a aquellos con los que no compartían forma.

Por eso, a todos ellos les sorprendió el repentino final.

Nadie los avisó, nadie tuvo una corazonada, nadie lo vio venir. Quisieron creer que eran las víctimas y que no los verdugos.
No contemplaron el castigo porque no creyeron haber hecho el mal, después de todo, los ángeles no conocían el mal.

Los ángeles tampoco creían.

Aquel, encargado de las estrellas, decidió bajar del Reino de los Cielos con doscientos de los suyos y enseñar a aquellas criaturas mundanas unos conocimientos que les habían sido censurados. En los humanos, el acceso a esta información causó una desigualdad que el Creador desaprobó y, sin mediar palabra, maquinó con cuidado las consecuencias para cada uno de ellos.

En aquel mundo que visitaban por primera vez, los ángeles debieron recoger y guardar su esencia en un recipiente vacío en forma de cuerpo para cuidarlo de los humanos. Sin embargo, el éter que albergaban era tal, que este emanaba de sus espaldas en forma de anchas y suaves alas que les distinguían.

Sin poder evitarse, allí abajo, surgió un intercambio entre conocimientos angelicales y humanos como el amor, la astronomía, la envidia, los venenos, la curiosidad, las herramientas y el deseo, manchándose mutuamente de estos conceptos extraños.

¿Cómo podrían volver a ser ángeles si ahora sabían qué allí abajo existía una libertad que no les pertenecía?

En un arrebato optimista, quiso creer que las consecuencias no tenían lugar en su hogar y quiso creer que todo estaría bien, para él y para aquellos que habían bajado junto a él.
Aquel optimismo no tenía lugar entre el cinismo del Cielo.

Cuando fueron sentenciados, solo pudo pensar en los pobres hermanos a los que había condenado ciegamente. Aún así, ni postrado frente a los arcángeles por encima de él ni a su mismísimo padre pudo reconocer dónde estaba su error ni el mal cometido.

CONDENADOS #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora