Capítulo 3━ Asuntos del pasado.

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El Capitolio era una ciudad asquerosamente cargante. Los colores explotaban en mis ojos con la fuerza de mil arcoíris, y los edificios, altos e imponentes, rozaban el cielo y lo reclamaban suyo. Cuando bajamos del tren cientos de ciudadanos nos saludaban y gritaban nuestros nombres. Había pantallas grandes por toda la ciudad con nuestra cara, haciéndonos parecer figuras dignas de admiración.

Steve y yo éramos, oficialmente, conocidísimos en todo Panem.

Me costó un poco reconocer que todas esas personas que nos vitoreaban y lloraban de emoción al vernos eran los fieles seguidores del programa. Sentí una oleada de asco al descubrirlo. ¿Cómo podían disfrutar de nuestra muerte, de nuestro dolor y de nuestros llantos? ¿Hasta qué punto nos deshumanizaban? ¿Tanta diferencia había entre nuestras clases que ni si quiera nos veían como personas?

La respuesta era clara.

-Pon buena cara, cariño -El susurro de Eve en mi oído hizo que me estremeciera de los pies a la cabeza.

Había estado en trance.

-No puedo. No sé.

-Inténtalo, joven Clarie. Mira a Finnick y a Lucy.

Unos metros delante de mí, mis mentores saludaban al pueblo llenos de felicidad. Tenían sonrisas radiantes y se acercaban a ellos con confianza, como si les conocieran de toda la vida. Los ciudadanos, sin embargo, no les tenían respeto alguno. Les agarraban de los brazos y besaban sus mejillas sin consentimiento, de forma bruta y asquerosa.

Era un show total. 

Tal y como el Capitolio quería. Como el presidente deseaba.

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Nada más terminar de cenar, me levanté de la mesa. Había sido una comida silenciosa y amarga. Aunque Eve y Lucy lo habían intentado con todas sus fuerzas, Steve y yo no pronunciamos palabra. El joven estaba demasiado asustado por las fuertes emociones de las últimas horas y a mí, simplemente, me traían sin cuidado todos los consejos que me daban para no parecer /tan/ desagradable frente a las cámaras.

-Voy a mi habitación -Informé, con el estómago lleno. Nadie me lo impidió.

Cuando llegué me llevé una gran, gran sorpresa. La sala era enorme, blanca y con pequeños detalles azules. La cama que se alzaba en el centro era más grande que mi habitación del orfanato, y los muebles tan claros y pulcros parecían de porcelana.

En las paredes no había nada más que un par de cuadros con marcos de oro y fotos del mar.

Qué amables, quieren que me sienta en casa.

El baño era dorado, desde la puerta hasta el suelo, el techo y la bañera. Había una estantería de tres baldas con tan solo jabones de distintos olores y velas aromatizantes.

Muy bonito, muy bonito.

Para finalizar, había un balcón. Salí al exterior con la intención de despejarme y disfrutar del paisaje; de los altos edificios iluminados y la luna rozándoles, con cariño. Aun así, no fui capaz de hacerlo. Una presión desagradable me sacudía el estómago y no sabía de qué se trataba.

-Pareces concentrada.

La voz de Finnick irrumpió la tranquilidad. No le había oído llegar.

-¿Qué haces aquí? ¿Ahora vas a perseguirme? -Pregunté, sin dignarme a girarme y mirarle.

-Yo no persigo a nadie -Oí sus pasos acercándose a mí y, de pronto, se apoyó a mi lado en la barandilla-. De hecho, soy yo el que suele ser perseguido -Puntualizó.

-Tienes un ego demasiado grande. Vas a conseguir que te vuelva a pegar.

Él dejó escapar una risilla, aunque yo lo decía completamente en serio.

Estúpido.

Luego, se hizo el silencio entre nosotros. Estuvimos así un buen rato; sin palabras, con la vista clavada en el horizonte y dejando que la brisa nos acariciara. Intenté imaginar que era la del Distrito 4.

-Creo que nunca me he disculpado contigo -Susurró Finnick, de pronto.

Mi cuerpo entero se tensó.

-Oye, no hace falta que lo hagas. No pretendo matarte ni nada parecid...

-Escúchame -Me interrumpió con un hilo de voz.

Yo, por primera vez desde que llegó, le miré a la cara. No parecía el mismo del tren. Tenía una terrible expresión de cansancio y los ojos verdes hundidos y tristes. Tampoco parecía el playboy ególatra y cansino con el que me había relacionado hasta el momento.

-Tienes razón, Clarie. Tienes razón. Fui un cobarde al matar a Kalia de esa manera. El veneno me atacó y yo no intenté luchar contra él; esa es la verdad. Esa y que Kalia fue una gran persona, y yo...

-Finnick, por favor... -Rogué, con el corazón en un puño. Pero él me ignoró.

-Nunca me preocupé por el daño que pude causar a los de su alrededor. A los de su alrededor y a los seres queridos de todas las personas a las que asesiné. Y... no sé qué decirte, porque nada hará que Kalia vuelva, pero quiero que sepas que lo siento. Lo siento por ti y lo siento por ella -Hizo una pausa, una larga e intensa que me sacudió entera. No quería llorar. No iba a llorar. No. Iba. A. Llorar-. No te obligaré a perdonarme, es comprensible si no lo haces. Ni si quiera yo puedo perdonarme a mí mismo -Su voz se quebró en la última frase, débil.

Otro silencio.

En ese momento, él era quien miraba a la nada y yo quien le observaba con fijación. Intenté imaginarme al chico de catorce años que era entonces; todo lo que sufrió allí, perdido, solo, obligado a matar. Como yo. Cogí aire antes de soltar la bomba.

-Finnick, no puedo perdonarte, pero... bueno. Aprenderé a soportarte, ¿vale? No quiero que nuestra convivencia sea un infierno.

¿En serio, Clarie? ¿Desde cuando eres tan dipolmática?

-Eso está bien -Sugirió, y me miró con los ojos un poco más alegres que antes.

Tenía decenas de sentimientos encontrados. Entendía a Finnick y entendía sus actos, pero no podía soportar que esos actos fueran el asesinato, concretamente el de Kalia. Estaba hecha un lío. Sin embargo, yo iba a entrar en la arena; tal vez fuera a matar  gente, a gente con familia, familia que se quedaría tan destrozaba como yo.

Pero, ¿qué podía hacer si no sobrevivir?

-¿Sabes lo que no me permite poner buena cara ante las cámaras?-Le pregunté.

Finnick enarcó las cejas, esperando respuesta.

-Pensar que esa gente se divertirá viéndome morir. Hasta hoy nunca había entendido hasta qué punto esto es un show -Suspiré, azorada-. Esto no es un show, es... una tortura. Y es perturbador que no lo vean. Que no lo quieran ver.

Noté la mano de Finnick en mi espalda y me tensé bajo su tacto, consolador. Aun así, no me aparté, ni le grité ni le pegué. Sus ojos verdes seguían humedecidos y, en ese momento, me di cuenta de que estaba comprendiendo el juego. No importaba la mano de Finnick apoyada en mi espalda porque no le odiaba. No tanto como siempre había creído. Lo que verdaderamente odiaba era algo más grande, algo que me impedía disfrutar de las vistas del Capitolio, de la preciosa ciudad. Algo que me revolvía las tripas con una intensidad vomitiva.

Comprendí quién era mi verdadero enemigo.

El verdadero amor de Finnick Odair. /sin editar/Where stories live. Discover now