3: La vuelta del dolor

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Draco abrió los ojos lentamente, sintiéndose tan en paz y sin ningún dolor que comenzó a pensar que quizá todo había sido un mal sueño, que el Señor Tenebroso, la huida, aquella tortura inimaginable, la agonía de no saber si sus padres seguían vivos o no al tener que separarse de ellos; pensó que todo ello jamás había ocurrido. Quizá su madre estaría justo en ese momento repasando una de sus revistas de moda elegante que tanto le gustaba ojear en las mañanas mientras los elfos domésticos le preparaban el desayuno. Su padre, deseó él, estaría sentado en el sillón frente a su esposa, leyendo un libro ligero y complicado. Ambos lo mirarían entrar al salón principal, Narcissa sonreiría con aquella expresión que solo le regalaba a su hijo y que a él le daban cosquillas en las manos como deseando acurrucarse en su regazo al igual que un niño que acababa de tener una pesadilla; Lucius, por otro lado, lo miraría severamente y comenzaría a despotricar que, si se hubiera esforzado más, podría haber llegado al puesto de Ministro de Magia. Aquel nunca fue el deseo de Draco, y eso descolocaba de tal manera a su padre que se irritaba fácilmente con él. Sin embargo, una sola mirada certera por parte de su esposa y los labios de Lucius se cerraban por toda la mañana.

Él deseó tanto que todo eso pasara; los reproches de su padre, la expresión bellísima de su madre, el sonido de los elfos trabajando, la paz que encerraba el hecho de la desaparición del señor tenebroso. Ya no había más oscuridad en su esperanza, no más secretos por los que huir.

Al despegar los párpados y encontrarse con un techo claro que definitivamente no era el suyo, un sillón blanco que no recordaba de su salón y a una mujer que decididamente no conocía toqueteando sus piernas, el mundo entero se le vino abajo. No había madre, no había padre, no había paz. Lo único que sí había era la oscuridad que vio al cerrar sus ojos.

Más sobresaltado aún, notó a la mujer pasar las manos por sus muslos, al parecer cambiando unas vendas. No le gustaba ello, no quería que lo tocaran. Brusco y violento, sin importarle en lo absoluto la fuerte patada que le dio en la mano a la muchacha, se puso en pie y se alejó de ella, buscando algo en su bolsillo. Ella, advertida de las posibles reacciones que podía tener aquel hombre, suspiró frotándose la mano lastimada y lo miró fijamente con los ojos enormes y claros. Felicia abrió la boca:

—Bienvenido —susurró, rodando los ojos a su búsqueda exhaustiva. Al comprender qué intentaba hallar, continuó: —Por temas de seguridad, se le ha quitado la varita. No podrá tenerla nuevamente hasta que los dueños de la casa confíen en usted.

— ¿Qué...? —musitó él con la voz ronca por la falta de uso. No se molestó en aclararla al estar demasiado confundido por las palabras de la pelirroja aquella. Cuando al fin las comprendió, su rostro enloqueció —. ¿Quién demonios eres tú y cómo te atreves a quitarme mi varita? ¿¡Dónde está!? ¡DIME DÓNDE ESTÁ AHORA MISMO!

Y dio los pasos que lo separaban de la mujer, con intención de intimidarla. Ella retrocedió un poco, pero su semblante no cambió a otro que a la pura indiferencia. Él quería tomarle los hombros y sacudirla violentamente; echarle una maldición, destruirla. ¿Es que no entendía que sin su varita, su única fuente de poder, estaba perdido? Pero una voz gruesa y certera interrumpió sus movimientos. Él, antes de ver al dueño, se alejó de la mujer; no sabía quién era, pero le había erizado los pelos de los brazos.

—Aléjate de ella, Draco Malfoy —dijo la voz, entrando al salón y postrando toda su altura a unos pasos del rubio. Luego, alzó una mano con suavidad hacia Felicia y le dijo que podía marcharse —. Blake espera que lo ayudes con Rachel. Sabes lo difícil que es —le comentó él casi con dulzura. Draco no podía creer que fuera aquel realmente quien había pronunciado semejante voz para él cuando tenía un tono tan apacible para con los demás.

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