5: El pequeño de la familia

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Sus ojos grises bien abiertos y casi incrédulos pasaron por la habitación. No había ventanas que llenaran las paredes, solo un tragaluz en la esquina derecha del cuarto; no era muy grande ni lo dejaba asomar su vista curiosa al exterior debido a su pequeñez, pero fue capaz de ver una estrella en la noche. Solo una ya que el tamaño del tragaluz no hacía posible que mirara más que eso, sin embargo, lo llenó de algo que no tenía dos minutos atrás cuando un grupo de gente que no conocía se puso a discutir si merecía morir a manos de los Mortífagos o no, y gente aún más desconocida lo defendía. Sintió una especie de tranquilidad abrumadora que sirvió para alimentar aquellas ganas tremendas de recordarle a esos dos que tenía detrás de él que él era tan malo como todo el mundo había recalcado.

― ¿Aquí dormiré? ― Procuró hacer una tonada diferente en la primera palabra. Quería que sonara con tanto desprecio como el que sentía.

Ann le sonrió ―parecía que nunca se cansaba de hacerlo, aunque Draco sí se estaba hartando ― y entró a la habitación con mucho ánimo. Dejó una bolsa negra en el suelo, justo al lado de lo que se podría haber tomado como un colchón, pero el rubio no creía que fuera más grueso que un pergamino.

―Sí ―declaró ella sacando de la bolsa un juego de sábanas y una almohada que no parecía otorgar más comodidad que la que él tenía en la cabaña, repleta de musgo y con olor a excremento ―. Este era el cuarto de estudio de mi madre, pero como no ha sido usado desde que ella era una niña... Bueno, nadie creyó necesario dejarlo reluciente.

Ella le echó una ojeada a su amigo, el que había proclamado ser Slytherin la noche anterior. Nadie más había querido acompañarlos. Luego de la discusión Ann lo había curado una vez más y le había dicho que ocupara su mente por el resto del día ya que ella tenía que trabajar con otros pacientes. Draco había descubierto que de la gente que rondaba la casa, la mitad lo miraba despectivamente por sobre los hombros y los demás estaban locos. Se había sentado en una esquina del salón, sin saber a donde más ir, y había observado los almohadones de los sillones por horas hasta que Randy decidió llamarlo ricitos y sentarse frente a él a hacerle preguntas. Esperaron a Ocean en silencio, aunque no completamente. Randy tarareaba melodías y le murmuraba comentarios que no requerían contestación de nadie.

― Oh, vamos, dormiste en una casucha atestada en mierda de animal y le pones mala cara a esto. Ricitos, debes ser más práctico en esta vida. Aquí estás seguro, con la médica cabecera y el fantástico Randy de tu lado. Agradece a Merlín, muchacho ―dijo Randy entrando en la habitación y prendiendo las luces con un solo movimiento de varita. Con la luz prendida, las manchas de rocío en las esquinas y las capas de polvo tanto en el colchón como en el escritorio se dejaron ver.

Ann le hizo señas a su amigo y este se acercó a ayudarla. Entre los dos, comenzaron a poner las sábanas en su lugar.

―Quizá en unos días pueda conseguirte una cama de verdad, ya sabes, de madera ―le comentó ella, sin mirarlo. Estaba lidiando con el inquieto y juguetón Randy que le impedía terminar rápido ―, pero no prometo nada. Tardé semanas en traerle una cama al anciano de enfrente. El pobre sufrió de dolores de espaldas tremendos. No es fácil conseguir cosas allá afuera cuando se supone que nadie debe saber de ti ―concluyó, volteando a verlo. Bajo el resplandor de aquella luz amarilla, su mirada oscura se tornó en algo parecido a la disculpa. Se sentía mal no darle comodidad a todo aquel que habitara aquella casa, más allá de quién fuera la persona. Ella había peleado con sus amigos para que él se quedara, lo había presionado cuando lo único que Draco quería era salir corriendo de allí, y una vez Ann había conseguido lo que quería, allí estaba, dándole como lecho un colchón de clavos que no tenía más soporte que el suelo sucio y repleto de polvo viejo.

Draco la observó por unos segundos y no sintió ganas de echarle nada en cara. Randy tenía razón, debía ser práctico. Probablemente sufriera de los mismos dolores que el viejo de enfrente, pero estaba protegido. Ya no debería preocuparse por los pasos en la noche, el viento que corría las hojas y dejaba al descubierto a todo aquello que atreviera a esconderse en su naturaleza. Nada de temblar en las heladas noches de invierno, sintiendo temor hasta de su propia sombra. Él sabía que apenas pudiera saldría de esa casa a las corridas, pero por el momento estaba bien, por el momento podría aguantar cualquier clavo disfrazado de colchón mientras el miedo lo dejara en paz de una vez. Por supuesto, nada de eso salió de su boca. Miró unos segundos más a Ann con toda la indiferencia que él sabía podía reunir y metió las manos en los bolsillos. Tampoco le diría a nadie que sus necesidades básicas también estaban agradecidas con su decisión de quedarse.

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