Capítulo 8

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Tomoe estuvo a punto de seguir a Hajime cuando la voz de Isami la obligó a detenerse, atisbando al gran hombre aproximándose a ella con una sonrisa que no ocultaba su mirada vigorosa y ansiosa de batalla.

- Si quieres descansar después de lo de hoy, tienes permitido hacerlo – le indicó, apoyando una mano en su hombro -. Matsumoto sensei dijo que, si no cuidábamos de ti, podrías caer gravemente enfermo. No quiero que te sobresfuerces.

- Nunca me he sentido más vivo que en este día, Kondō-san. – Bajó su torso por segunda vez desde que lo conocía al suplicar: - ¡Onegaishimasu, permítame participar esta noche!

Cuando levantó la cabeza, el comandante estaba mirando a Toshizō.

- Te dije que no habría forma de persuadirlo.

- Entonces, escúchame atentamente esta única regla: Obedecerás todas las órdenes que Saitō y yo te demos, sin protestar y sin pretender jugar al héroe.

"Fukuchō se preocupa demasiado por los demás".

Las palabras dichas por Heisuke le resonaron varias veces incluso cuando se prepararon para formar filas, divididos por unidades, esperando a que el comandante y los otros once soldados se adelantaran lo suficiente para no levantar sospechas al salir juntos. Antes de adentrarse a Kioto, Tomoe se calzó su haori y escondió la daga que Shinpachi le había entregado en la parte de adentro de su cinturón.

En aquella noche despejada de ocho de julio, los ciudadanos de Mibu se paseaban por las calles de tierra con un ambiente de buen humor en el aire que, a medida que ellos se acercaban, podía verlo apagándose poco a poco, reemplazándolo por vistazos pesados en rencor y odio que, a esas horas, ya le provocaban dolor de cabeza. Pero no seguiría así por mucho tiempo, al menos no después de ese día. Isami y Keisuke peleando en contra de aquellos ladrones para evitar que una tienda fuese robada, que el secretario saliese herido por ello, el futuro evento que se llevaría a cabo para evitar que incendiaran la ciudad entera, ¿qué más era lo que esas personas querían para poder darle a aquellos hombres el respeto que merecían? En aquel país cayendo cada día más bajo el poder extranjero, ella creía que era un honor tan solo poder estar frente a personajes como ellos, que daban su vida para darles a extraños un mundo mejor. Pero Kioto no parecía compartir su pensamiento al respecto y los despreciaban, como si se trataran de una basura innecesaria que la única función que tenía era molestarles el paso. Tomoe conocía bien la diferencia entre samuráis que no valían la pena. El asesino de su madre era uno de ellos. Abusivos, injustos, egoístas y de mentes débiles y cerradas. ¿Cómo podía alguien así hacerse llamar "samurái"?

Cerró la mano sobre el mango de la katana reposando a su costado y recordó la promesa que se había hecho a sí misma de volverse una de las mejores mujeres samurái para poder dejar su nombre en la historia como "Tomoe Gozen" lo había hecho en el pasado. Sanosuke, quien estaba parado a su lado en el callejón oscuro donde se estaban ocultando, notó su rigidez y le dio un empujón con su hombro seguido por una sonrisa. Sin embargo, cuando llegó a sentirse más despejada, un alarido femenino los hizo poner en guardia, alzando de nuevo sus sentidos de una manera sobrehumana al tener de nuevo el mismo recuerdo de esa mañana. Una mujer apareció por la calle corriendo, pálida como la nieve, con algunas gotas de sangre en su kimono, sangre que no parecía pertenecerle a ella. Tomoe la detuvo de un brazo después de salir de su escondite, ignorando las órdenes de Toshizō.

- ¿Se encuentra bien?

- Ellos... Hay tanta sangre... tanta sangre – balbuceaba la muchacha con mirada perdida -. El Shinsengumi... - De pronto, sus ojos se posaron en el uniforme celeste y se soltó de un tirón mientras soltaba otro grito. - ¡Asesinos!

Mujer SamuráiWhere stories live. Discover now