Capítulo 19

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Cualquiera que fuese la razón, le fue imposible quitarse ese beso de la cabeza por todo el resto del día, y sabía que seguiría así por un largo tiempo a menos que pudiese hablar con el vice-comandante para dejar el asunto claro. ¿Acaso las palabras que había prometido un año atrás, que no dejaría que le pasase lo mismo que a su madre al enamorarse, ya no significaban nada para ella? Cuando creía que estaba sucumbiendo, dejaba que los recuerdos de Aoi llorando por las noches la invadieran para que su sentido común volviese a activarse, pero lo único que podía pensar era en lo mucho que le gustaría que aquel hombre de ojos infinitos la besara otra vez. Las palabras que había dicho no eran mentira. No había día en que él no estuviese en su mente y le molestaba saber la influencia que tenía sobre su cuerpo y mente con solo aparecerse en frente, como todas las mañanas cuando podía desayunar junto a todos y Toshizō llegaba con sus ojos todavía adormilados, pero atentos, y la saludaba con un movimiento de cabeza porque temía que su voz le saliese ronca y áspera. En esas ocasiones, Tomoe sentía sus dedos temblorosos, haciendo tiritar su taza de té, y sus latidos terminaban provocándole un nudo en la garganta, impidiéndole dar más que unos pocos bocados. Aunque usara toda su voluntad en ignorar esas emociones, siempre terminaban sometiéndola.

El funeral se llevó a cabo unos días después en el templo Kōen-ji, donde asistieron los miembros del Shinsengumi y, para sorpresa de muchos, varios de los habitantes de Kioto que lloraron la mayoría del tiempo durante la ceremonia. Entre ellos, Tomoe reconoció a la anciana que la había ayudado en el festival y a los dueños de la tienda que el secretario y el comandante habían salvado de los ladrones. Incluso el sacerdote del lugar parecía considerar al muerto como uno de sus amigos y no escondió su llanto ni en una ocasión. Pero lo que más la sorprendió y partió el corazón fue ver a Sōji junto a la tumba de Keisuke, sin despegarse de su lado en ningún momento, soltando lágrimas silenciosas.

- Te despedimos hoy, Secretario General del Shinsengumi, Keisuke Yamanami – oyó ella como las últimas palabras del sacerdote.

Mientras los presentes comenzaban a dispersarse a su alrededor, algunos dando un último "adiós" y otros entablando sus propias charlas, Tomoe se abrió paso entre los cuerpos y se llevó una mano al bolsillo en la manga de su haori celeste, de donde extrajo la campanilla que Keisuke le había regalado el año anterior, dejándola descansar sobre la tumba. Recordó que, al elegir cada una de las campanillas, ella se fijó en que tuviesen algo relacionado con la persona que se las regalaba y al ver el dibujo del que había dejado en la tumba, de un celeste claro como el océano con la espuma blanca que provocaban las olas al chocar en contra de una montaña grisácea, pensó en el hombre que había conocido aquel primer día, tan tranquilo y pacífico, aunque debiendo soportar sus propios misterios por su cuenta, como eran las rompientes de agua que golpeaban sin piedad las piedras. ¿Elegí bien, Sannan-san? Llevó dos de sus dedos a sus labios y los apoyó contra la superficie fría, todavía manteniéndose firme para no romper en llanto como había visto a tantas otras personas hacer esa tarde.

Al pasar unas semanas después de la muerte de Keisuke, el Shinsengumi hizo los últimos arreglos y mudó su cuartel a Nishi Hongan-ji, donde, en un principio, no fueron recibidos con mucho agrado de parte de los monjes, pero no tardaron en conseguir su aceptación al prometer que no se efectuarían ejecuciones en el tiempo que estuviesen allí, en parte honrando el pedido del difunto secretario. Con una nueva habitación, Tomoe colgó el pañuelo regalado de su madre – el que siempre se ataba en las batallas – e hizo lo posible para poder sentirse cómoda, sabiendo que los capitanes estaban en las puertas contiguas porque, después del incidente con el capitán Kanryūsai, ninguno quería estar muy lejos de ella y se encargaban de siempre tener a alguien cuidándola, aprovechando las guardias en la noche para asegurarse de que no estuviese en peligro. Lo demás continuó siendo igual a cuando vivían en su anterior cuartel, tanto los entrenamientos como las prácticas con Masa y Kotsune, pero Sōji, sobreviviendo milagrosamente a su enfermedad todos los días, se esforzaba en levantarse cada mañana y seguir con su rol como capitán de su división, demostrando qué tan poderosa podía ser la voluntad sobre el cuerpo si uno trabajaba a garras y dientes por resistir.

Mujer SamuráiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora