Capítulo ocho: La primera visita al veterinario

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William me miró con cierto misterio al ver como la cabeza del cachorro sobresalía de la toalla. Hizo que entrara en la habitación y alzó una ceja mientras esperaba una explicación. Me deshice de la toalla pues el perro no se estaba quieto entre mis brazos y se enredaba en ella. Estaba para comérselo. Dejé la toalla encima de una silla que se encontraba delante de un escritorio bien ordenado.

—¿Piensas explicarme porqué hay un perro en mi habitación y, lo más importante, por qué está en mi habitación?

—A eso venía pero la paciencia ya sé dónde la tienes. Me lo he encontrado sucio y muerto de hambre en la calle. Lo he traído para darle un baño y algo de comida y bebida. —Acaricié su suave y largo pelaje—. ¿Puedes ayudarme?

—¿A qué exactamente? ¿A que no te pillen? Ni lo sueñes, lo siento.

—No, joder, eso no —me sacaba de quicio cada vez que abría la boca pero era tan sumamente guapo que eso vencía todo—. He pensado que tal vez sabrías si está bien o conocerías a algún veterinario de por aquí cerca. Como das clases en la carrera...

—Que sea profesor una asignatura de esa carrera no significa que sepa todo de animales. No soy veterinario.

Idiote —murmuré en voz baja para mis adentros y en mi propio idioma. No llevaba ni un mes allí y ya echaba de menos a mi gente. Menos a Canon y a Odette, por supuesto.

—Si has venido a insultarme ya puedes salir por dónde has entrado. No estoy aquí para escuchar impertinencias de niñas consentidas.

Ce n'est pas ma faute que tu es un connard —claro que no era mi culpa que él fuese un gilipollas, nada más faltaría—. Me vas a ayudar, ¿sí o no?

Oui, oui —dijo en un pésimo acento francés que aprendió hace años en la escuela primaria. Además de chulo, sabelotodo—. Pero ese perro quedará fuera de la residencia en cuanto el dueño lo sepa o si aparece alguien interesado en él.

—O... podría ser nuestra mascota. Tuya y mía. ¿Qué nombre le ponemos? Luca me gusta para él.

—Eh... —dijo prolongando la vocal— frena el carro, francesilla. Aquí nadie le va a poner un nombre al cachorro.

—Bueno que, ¿vamos? ¿O tenemos que esperar a que la extinción humana acabe con nosotros?

Antes de salir de la residencia cogí mi bolso. Lo hicimos con discreción hasta llegar a su coche que menudo coche tenía. Un todo terreno negro y brillante sobresaltaba en la calle prácticamente vacía. Nos montamos en él, yo en el asiento del copiloto y William en el volante. Me puse las gafas de sol pues el Sol estaba lo suficientemente bajo como para molestarme en los ojos. Los tenía demasiado delicados que a la mínima todo me incordiaba.

Bajé la ventanilla lo máximo que pude dejando el brazo apoyado en ella. Observaba los infinitos detalles de todas las calles por las cuales pasamos. Todo era tan diferente de mi ciudad que llegué a pensar que estaba en otro mundo. En un mundo paralelo o algo parecido. Como cuando estuve en Disney Land París cuando era pequeña, un lugar perfecto.

William estacionó su magnífico vehículo en una calle bastante transitada, tanto de coches como de personas. Me bajé del coche antes de que él me dijera algo. Nos pusimos en marcha siguiendo una calle ancha donde paseaba la gente. Cinco minutos después giramos a una bocacalle más estrecha y por donde casi no llegaba la poca luz solar que quedaba de ese día. Entramos a un establecimiento a pie de calle de color blanco. No leí el cartel pero de inmediato supuse que nos encontrábamos en la clínica veterinaria.

William me indicó que me sentara en un banco que había para esperar el turno de mi nuevo cachorro. Él se fue a hablar con un chico joven de la edad de William. Llevaba puesto el uniforme blanco de los veterinarios. De inmediato salió una chica también más o menos de la misma edad que ambos, rubia con el pelo recogido en una coleta alta.

La aventura universitaria de BleuOnde histórias criam vida. Descubra agora