Hablé de estar perdido,
sin saber que cuando te pierdes no te das cuenta,
y que la mayoría de las veces no tiene que ver con eso.
Hablé de gente que no se quería,
sin saber la violencia que ello conllevaba.
Hablé de miles de horrores,
haciéndolos más grandes que la nada,
dejando de lado las preguntas sin respuesta,
y sin estar esperando no conocer un horror mayor el día de mañana.
Hablé de amor,
sin conocerlo y conociéndole,
y acabé dándome cuenta que los poetas que terminan usando paradojas para justificar la inefabilidad de sus sentimientos
son patéticos.
Hablé como si supiera,
y como si tuviera que ver con saber.
Hablé como si quisiera,
y como si tuviera el mundo por tejer.
¡Y qué rima más triste la de los verbos!
Hablé y hablé,
viviera o no lo hiciera.
Ahora sólo miro,
y me doy cuenta que no me gusta ser un profeta empedernido.
Hablé demasiado.
Y quizá no lo hice.
Pero es que entiéndeme. Acabé queriendo simples cigarros después de un día de dura normalidad.
