Alarma.

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Sans abrió los ojos en el suelo de su laboratorio, su cabeza latía de forma rítmica y dolorosa, como si alguien estuviera golpeando su cráneo desde el interior con un martillo. El suelo contra su mejilla estaba frio, y por esa razón no se movió durante varios minutos, deseando que aquel suave toque helado se llevara el dolor que lo atormentaba. Él no estaba seguro de la hora ya que desde su posición no alcanzaba ver aquel feo y destrozado reloj, que tanto odiaba, en la pared.

Se sentó con cautela, procurando no moverse demasiado rápido y hacer que las incomodas olas de dolor volvieran a romper contra su cerebro. Cerro los ojos e intento poner una serie de desordenados pensamientos en orden; pero cuando lograba enganchar una idea a otra y buscaba una tercera, las dos primeras escapaban de su control, escabulléndose hacia el laberintos de pensamientos que nadaba en su cabeza. El dolor era otro incentivo para detener aquel tonto y desesperado intento por encontrar orden en una mente rota. Dejo de lado aquel ejercicio por unos minutos, comprobando el estado de su cuerpo: además del palpitante dolor de cabeza; sus costillas aún no habían terminado por recuperarse y algo había abierto un poco de las heridas; el resto de sus huesos no se quejaban. Un bostezo escapo de su boca, muriendo luego de unos segundos en el abismal silencio del laboratorio.

Varios gruñidos acompañaron su intento por ponerse en pie, sin contar su cabeza y costillas, le sorprendía lo relajado que su cuerpo estaba, a pesar de haber dormido en el suelo lo que él suponía habían sido varias horas, o toda la noche. Sus ojos se pasearon por su escritorio: desordenado. Esa era la mejor y más abreviada manera de referirse a lo que había sobre la superficie de madera. Los planos escritos en aquel delicado y suave papel azul se apretujaban unos contra otros en un desolador intento por mantenerse unidos o asesinarse unos a otros; las hojas de papel escritas, manchadas con su inconfundible caligrafía dispersos por los azulejos y escritorios, adormilados como él en la terneza del glacial contacto; algunos libros de variados contenidos habían caído desordenados sobre la mesa, abriendo sus hojas de forma obscena e incitadora. Suspiro desviando la mirada, recordando como había ocurrido todo eso.

Sans utilizo la mesa, y el desorden sobre esta para sentarse y tomarse un minuto. Cerró los ojos, intentando que todos sus pensamientos fluyeran hacia la na-

-No pares ahora...

Aquella suave voz espectral... ¿realmente la había escuchado? En el fondo algo le decía que sí, aquella voz cargada de una imponente ira y violencia, movida por una inextinguible sed de venganza, de su sangre. Y tuvo miedo, miedo de abrir los ojos, encontrar a la chica y a su deformado padre arrastrándose por el suelo, buscándolo desesperadamente; miedo de que hubiera cometido un error y aquellos dos monstruos, que jamás se habían desvanecido, volverían para desenmascararlo frente a todos los monstruos; miedo del miedo, porque aquella emoción lograba romper con toda su fría fachada, quebrando los soportes de sus mentira; miedo de las sensaciones que recorrían su cuerpo, alterándolo de maneras que él no creía posible. Acunado por el miedo, Sans no pudo abrir los ojos, sabiendo que si los abría algo lo arrastraría hacia él infiero, el miedo lo hizo consiente: Si veía a sus demonios, no sería capaz de escapar de ellos nunca más. Pudo sentir dos pares de manos, arañando sus huesos y subiendo por su cuerpo, reptando por sus huesos, acariciando con sus intangibles dedos su rostro. El olor subió rápidamente impregnando su instinto y haciéndolo temblar, aquella fragancia de azufre le impidió respirar, abriendo la boca instantáneamente para recuperar algo de aire más fácilmente.

-¡Sans!

Aquella voz ahogada que provino de algún lugar logro desenmarañar su oído, haciéndolo consiente del silencio del laboratorio. Él era incapaz de responder, pero la luz que se filtraba a través de sus cuencas continuaba siendo tenue y pálida, no había ningún cambio; y lentamente abrió los ojos, sintiendo como el pánico subía por su espalda. Pero aquella voz, aquella irrupción en el miedo, como un par de tijeras afiladas cortando un tejido habían hecho retroceder las sombras que lo habían atormentado, desvaneciendo las horribles y sofocantes sensaciones. Cuando sus ojos finalmente se abrieron, vio que estaba solo. No había repugnantes criaturas ni olores desagradables; se estremeció ligeramente y se apartó de la mesa, dirigiéndose a la puerta para regresar a la casa.

Mi pecado [UF!Fontcest]Onde histórias criam vida. Descubra agora