Segunda Parte: INCOMUNICADOS - CAPÍTULO 18

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CAPÍTULO 18

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CAPÍTULO 18

Gloria se esmeraba mucho en su trabajo. Estaba siempre atenta para llenar la copa de alguno de los consejeros antes aun de que éste le hiciera señas para que le sirviera más vino. Llevaba y traía las bandejas con comida diligentemente, y cuando nada se requería de ella, se quedaba simplemente parada a un costado de la gran mesa, observando a los consejeros para atender cualquiera de sus necesidades. Mientras tanto, Gloria no podía evitar leer los labios de todos aquellos eminentes consejeros y enterarse de los secretos más perturbadores e inimaginables. Secretos que no se atrevía a compartir con nadie, ni siquiera con su madre, pero que guardaba celosamente en su mente.

En general, los consejeros se sentían cómodos teniéndola alrededor, proveyéndolos de comida y bebida en las largas sesiones, pero algunos consideraban que no era apropiado que los sirviera una retrasada mental que no podía hablar.

En su afán por agradar al rey y a los consejeros, Gloria rogó a su madre que le enseñara a pronunciar tres palabras: "sí, mi señor". Su madre no sabía bien cómo enseñarle a hablar, pero estuvo intentando una semana entera hasta que Gloria logró pronunciar correctamente aquellas tres palabras. Su madre estaba orgullosa de su hija, de cómo su inteligencia la ayudaba a sobrellevar las desfavorables circunstancias que la habían marcado desde su nacimiento.

Una tarde, en una de las sesiones del Concejo, uno de los consejeros que más la despreciaba le hizo señas para que le sirviera más vino, y Gloria no tuvo mejor idea que ensayar sus recién aprendidas palabras para congraciarse con el hombre.

—Sí, mi señor— dijo con la cabeza gacha, ocultando una sonrisa orgullosa mientras se acercaba con la jarra de vino.

Aquellas tres simples palabras desencadenaron una reacción inimaginable.

Dresden dejó caer su tenedor con un bocado a medio comer y se puso repentinamente de pie. Se hizo un incómodo silencio en el recinto.

—¿Qué fue lo que dijiste?— preguntó Dresden con cólera apenas retenida.

Gloria se dio cuenta de que algo había salido mal. ¿Habría dicho algo fuera de lugar? Pero había estado ensayando... su madre le había dicho que le salía perfecto... ¿Qué...?

Dresden se acercó a la muchacha y la sacudió de un brazo.

—¿Qué fue lo que dijiste?— le repitió.

Lo que sea que había dicho, Gloria no se animó a repetirlo. El rey le siguió gritando, pero ella fingió no comprender ni una palabra y tal vez eso fue lo que le salvó la vida.

Dresden mandó a llamar a su madre, y cuando esta llegó presurosa desde las cocinas, encontró a su hija de rodillas ante el rey, llorando a mares entre dos guardias, y a los consejeros con rostros serios.

—¿Qué sucedió, su majestad?— preguntó la madre con el pecho oprimido de preocupación.

—¿Qué sucedió?— repitió el rey hecho una furia—. ¡Tu hija puede hablar!

—No, ella no... no...— trató de explicar la madre.

—¿Me estás llamando mentiroso?

—No, mi señor, nunca. Mi hija me rogó que le enseñara tres palabras para servir mejor a su majestad. Solo tres palabras, es todo lo que sabe, todo lo que conoce, lo juro por mi vida.

—¿Qué palabras?— bramó el rey.

—Solo las palabras "sí, mi señor", lo juro, lo juro. No sabe decir nada más— llorisqueó la madre, angustiada ante la ira del rey.

Dresden paseó la mirada entre la madre y la hija por un momento. Luego levantó la vista hacia los guardias.

—Llévensela y córtenle la lengua— ordenó.

Gloria bajó la cabeza al leer la orden en los labios del rey para que éste no notara su consternación al haber comprendido lo que le esperaba. Su madre se arrojó a los pies del rey a los gritos.

—¡No! ¡No, mi señor! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Piedad!— suplicaba, llorando.

—Ya he mostrado mi piedad no ejecutándola— dijo fríamente el rey.

Su madre se prendió de las piernas del rey, rogando y llorando sin parar. El rey solo la pateó, desprendiendo su pierna del abrazo de la desesperada mujer.

—¿Por qué tanto escándalo?— dijo el rey, reacomodando su manto—. Si tu hija no habla, no necesita lengua—. Y luego a los guardias: —Sáquenlas de mi vista a las dos.

Su madre fue obligada a volver a las cocinas y seguir trabajando mientras su hija se enfrentaba al horror de su mutilación, sola.

Gloria fue arrastrada escaleras abajo hasta las mazmorras subterráneas, a una sala de piedra llena de instrumentos extraños de madera y metal que Gloria supuso eran usados para la tortura de prisioneros. Temblaba entera y comenzó a sentirse mareada. Los guardias la sostuvieron firmemente mientras el herrero-verdugo-torturador del palacio se acercaba con las siniestras pinzas. Gloria comenzó a gritar con gritos roncos y desesperados. Cuando el verdugo le agarró la cabeza para sostenerla, por un acto de clemencia del dios Alaris, perdió la conciencia.

Su madre supo de ella quince días después, cuando llegó a la habitación, acompañada de un guardia que se la entregó sin decir palabra. Su madre la abrazó llorando, pero Gloria no respondía a nada. Solo miraba al vacío.

Más tarde ese mismo día, el rey la requirió para servir en la sala del Concejo. Gloria marchó ensimismada tras el guardia que vino a buscarla. Ya no era la misma Gloria, feliz de servir, deseando complacer al rey. Dresden actuó como si no hubiera pasado nada, y los consejeros se mostraron satisfechos de que la joven hubiera vuelto, pues el rey no aceptaba emplear a ningún otro sirviente en la sala del Concejo, y no les gustaba tener que servirse el vino solos.

Gloria trabajó en silencio, apenas notando los gestos de los consejeros pidiendo sus servicios, la vista desenfocada. Ya no le interesaban los asuntos discutidos en el Concejo, ya no atesoraba los secretos del reino en su cabeza. Su mente solo tenía espacio para un pensamiento: abandonar el palacio, abandonar el reino. Pero Dresden dejó muy claro que no iba a permitir eso y la obligó a seguir sirviendo en la corte.

Habían pasado cinco años desde aquel día. Cinco años en los que Gloria pareció mejorar y volver a sonreír en algunas ocasiones. Cinco años en los que el rey se convenció de su lealtad. Cinco años en los que Gloria acumuló un odio secreto por Dresden. Cinco años en los que almacenó más secretos de los que el propio Dresden hubiera podido recordar. Cinco años esperando la oportunidad para destruir al rey. A eso se reducía su vida ahora, fingir que todo estaba bien, mientras esperaba con paciencia el momento justo para llevar a cabo su venganza.

Y cuando pensó que ya estaba cerca, una mañana normal, sin aparentes novedades, los guardias le prohibieron la entrada a la sala del Concejo, y uno de ellos la arrastró escaleras abajo.

LA CONSPIRACIÓN DEL ESPIRAL - Libro IV de la SAGA DE LUGWhere stories live. Discover now