Cuarta Parte: ALIADOS - CAPÍTULO 59

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CAPÍTULO 59

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CAPÍTULO 59

Lug fue guiado por un sirviente hasta el comedor del palacio. La ropa limpia que le habían prestado le quedaba un poco holgada, pero al menos no se veía más como una rata mojada y sucia. Lo más delicioso había sido el largo baño que se había tomado y el hecho de poder dejar atrás el olor nauseabundo del pantano.

El comedor era enorme, seguramente pensado para grandes banquetes con cientos de invitados. Esta noche, sin embargo, solo había una mesa preparada en un lugar más elevado, al fondo del gran salón. De lejos, Lug pudo ver al conde sentado en la punta de la mesa en una silla más alta y más trabajada que las demás. A su derecha, una mujer rubia de rasgos delicados con un suntuoso vestido rojo y negro le sonrió. A la izquierda del conde, había una silla vacía, y al lado, dos mujeres, una de largos cabellos negros y enrulados, y la otra de rebelde cabellera roja, ambas vestidas con hermosos vestidos largos con encajes delicados. Las dos mujeres estaban de espaldas a Lug que avanzaba siguiendo al sirviente por el gran comedor. Al lado de las dos mujeres, había también un joven de pelo negro que vestía una camisa blanca impecable y pantalones de cuero.

La mujer rubia, sin dejar de sonreír, le dijo algo a la de cabello negro. De inmediato, la mujer de cabello negro se dio vuelta hacia Lug y se puso de pie de un salto, corriendo hacia él.

—¡Juliana!— exclamó Lug, abriendo sus brazos y corriendo hacia ella.

Ella llegó a él llorando de alegría y lo abrazó con tanta fuerza que hubiera podido quebrarle una costilla.

—Cuando te vi y vi que te habían lastimado...— sollozó ella a su oído.

—Estoy bien, estoy bien— le aseguró él acariciando, su largo cabello—. ¿Cómo estás tú? ¿Dónde está Augusto? ¿Los lastimó Humberto?

—Estamos bien, Humberto no nos hizo daño. Vianney nos acogió en su castillo y juró protegernos de él.

—Gracias al cielo que están bien— dijo Lug, abrazándola más fuerte.

—Te extrañamos— dijo ella, secándose las lágrimas—. Aunque hubiéramos preferido una visita menos forzada.

Lug se permitió sonreír.

—Yo también me alegro mucho de verte, más allá de las circunstancias— dijo.

—¿Mamá? ¿Éste es él?

Lug levantó la vista y vio al muchacho que había estado sentado a la mesa junto a Juliana, parado a la izquierda de ella.

—Lug, este es mi hijo Augusto Miguel, tu ahijado— lo presentó Juliana—. Augusto, hijo, este es Lug, el Elegido, el Marcado, el Sujetador de Demonios, el Matador de Serpientes, el Pesador de Almas y Buscador y Luchador incansable contra las fuerzas de la oscuridad, el Protector y Salvador del Círculo, el Undrab, el Señor de la Luz, tu padrino y el hombre más irritante y querido por tu padre y por mí.

Lug lanzó una carcajada.

—Te agradezco que recuerdes todos mis títulos, aunque "hombre irritante" no estaba entre ellos y me hace quedar mal frente a mi ahijado.

—La verdad es la verdad— sonrió ella, divertida.

—Concedido— acordó él—. Augusto, es un inmenso placer volverte a ver— le dijo Lug al muchacho, extendiendo su mano.

—Es un honor— murmuró el chico embelesado, estrechando la mano de Lug como si estuviera estrechando la mano de un dios.

—¡Hey! La comida se enfría y no es educado hacer esperar a un conde— se escuchó la voz de la mujer pelirroja que los miraba con un codo apoyado en el respaldo de su silla.

—¿Ana?— sonrió Lug.

—Bueno, bueno, veo que me recuerdas y todavía tienes ojos, vamos progresando— contestó ella, risueña.

—¡Ven acá!— la llamó Lug con los brazos abiertos.

Ana se levantó de la silla y corrió hacia él, abrazándolo.

—Me alegro que estés bien— le dijo Lug—. Estaba muy preocupado.

—Bueno, al menos parece que Huber te alimentó bien. Pareces menos frágil que la última vez— dijo ella en medio del abrazo.

Los cuatro avanzaron hacia la mesa.

—Lug, te presento a mi esposa Helga— dijo el conde.

—Un honor, señora— inclinó la cabeza Lug.

—¿Confío en que mi gente te proporcionó lo necesario?— dijo el conde, observando la vestimenta de Lug.

—Mucho más de lo necesario, señor— dijo Lug, haciendo una reverencia—. Gracias por cuidar de mis amigos, estoy en eterna deuda con usted.

—¿Qué pasó? Creí que no hacías reverencias, y ya te dije que me llamaras Viny.

—El haberse convertido en el protector de mis amigos lo pone en una posición que merece mucho más que una reverencia— dijo Lug, serio.

—Gracias, pero entonces creo que la reverencia es para Franz— dijo Vianney.

—¿Franz?

—Mi hijo— dijo el conde, señalando la silla vacía a su izquierda, invitando a Lug a sentarse—. Él fue el que me convenció de darles protección a tus amigos, de lo cual no me arrepiento, desde luego, ya que eso me ha procurado tu amistad.

—¿Podré conocerlo para darle las gracias personalmente?— inquirió Lug.

—No esta noche, me temo. Franz no está en el castillo de momento— contestó el conde.

—Oh— dijo Lug, decepcionado.

Un batallón de sirvientes apareció por un costado del salón con grandes bandejas de plata y enormes jarras, sirviendo diligentemente a los comensales. El olor de la comida era muy tentador, y el estómago de Lug le recordó que estaba famélico.

—¿Dónde está Gloria?— preguntó Lug a Ana.

—Con Franz— respondió Ana después de tragar un bocado de carne de cordero.

—¿Con Franz? ¿Dónde? ¿Qué están haciendo?— inquirió Lug.

—Sí. No sé. Y no sé exactamente. Pero el plan era tratar de rescatarte.

—¿Rescatarme? ¿Están en los pantanos? ¡El lugar está lleno de soldados de Dresden!— exclamó Lug alarmado, casi levantándose de su silla.

—Tranquilo— lo tomó Juliana del brazo, haciéndolo sentar otra vez—. Debes darle más crédito a Gloria, no es tan estúpida como para caer en manos de Dresden.

—Franz no dejará que le pase nada— aseguró Vianney—. Ya envié mensajeros para avisarles que estás a salvo. Sin duda estarán con nosotros mañana.

—¿Conoces a Gloria? ¿Sabes de Dresden?— le preguntó Lug a Juliana confundido.

—Creo que deberían contarle toda la historia desde el principio— propuso Vianney con una copa de vino en la mano.

—Tú primero— le indicó Juliana a Ana.

Ana se limpió la boca y se aclaró la garganta.

—Cuando nos dejaste de guardia en la puerta de la sala privada de Dresden...— comenzó Ana.

—No las dejé de guardia, las envié a las cocinas— la corrigió Lug.

—Orden que no estábamos dispuestas a acatar, pero que tuvimos que cumplir porque escuchamos guardias acercándose por la galería, y la puerta de la sala donde estabas estaba trabada desde adentro— rectificó Ana—. Escuchamos campanadas de alarma en el palacio, y como no pudimos abrir la puerta para alertarte, tuvimos que abandonarte para refugiarnos en la habitación de Gloria...    

LA CONSPIRACIÓN DEL ESPIRAL - Libro IV de la SAGA DE LUGWhere stories live. Discover now