Sobre perseguir al faro.

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 Caminaba sobre la costa aquel hombre viejo a la vez que miraba las estrellas camino al fin del mundo, de pronto, necesitó algo más que le llene el alma. Se quitó los zapatos, los pies descalzos, aquella arena penetrando entre sus dedos y un cangrejo asustadizo que le robó una sonrisa.

 La estabilidad, aquel hombre sacó una armónica con la que hizo bailar a los delfines, a una orca y al cangrejo. Una estrella fugaz desafió a todas las leyes, frenó su curso, quiso escuchar y admirar, a aquel hombre inmutable que comenzó a flotar sin dejar de acariciar aquella arena. La paz mental, el centrado, la realización de todo lo que creyó correcto. Y en la esquina de toda la escena, estaba el faro marcando el compás con su revolución atada al suelo, con aquel girar digno de ser guía para todos los perdidos o los centrados <<el perdido precisaría un cable a tierra, uno para bajar y sentarse a escuchar un rato, a bailar un poco. El centrado lo necesitaría incluso más, para mantener su condición>>.

 ¿No te abruma la armonía? Susurró el aire. La maquinaria perfecta, digna de admirar, el engranaje, las cuerdas que no desafinan por seguir un patrón específico, no improvisan, no, la maquina no aprende algo nuevo, tampoco. La armonía era tan preciosa como fantástica, pero ocultaba algo, como un manto que no dejaba ver lo que existía detrás. Y aquel faro, aquel que llevaba todo a tierra, incluso a aquellas estrellas ansiosas, era culpable de todo.

 Un buque desgastado, que movía la marea a historias, uno que no precisaba combustible mientras le narraba al agua vivencias que lograban un impulso voluntario por parte de la misma, apareció un crepúsculo dejando su estela de humo negro camino al faro, y éste, rebosante de grandeza, comenzó a girar repetidas veces en su habitual repertorio. Aquel buque jamás respondió, jamás hizo un gesto, jamás detuvo sus historias. Desde la costa, el espectáculo fue tomando posesión de los presentes, desde el faro, causó preocupación. Al fin y al cabo, la armonía pareció ser tan frágil como esta narrativa.

 Jamás una bocina, una luz que indique algo, mientras largaba un humo tan espeso que no se llegó a precisar si alguien manejaba o no aquella nave, lo cierto, lo único que vi desde el monte, fue al buque chocar sin piedad, como si hubiese estado dormido todo el tiempo, arrastró con él, piedras filosas, barreras de concreto, para llegar hasta la estructura por fin; y aquel faro, con su impecable repertorio, comenzó a sentir el impacto a medida que su luz giraba sin nada en particular, primero fue una grieta, luego un quiebre, por último, comenzó a caer mientras un oleaje bestial adornaba la escena y se iba adueñando de las piezas en un velorio de melancolía. Y los presentes, aquellos pobres religiosos que admiraban a aquel dios vieron su mundo desmoronarse delante de sus ojos, para ser preciso, imaginé a aquellos como si de la nada una ola de quinientos metros se hubiese alzado contra la tierra, qué se puede hacer, más que presenciar un inevitable fin. Pero luego, luego me corregí, aquello sería incluso peor que la sensación de fin, aquello sería ver la ola desde una montaña de quinientos un metros, y todo hundido a nuestro alrededor.

 El desconcierto: La falta de caminos, el no saber a donde ir, qué hacer, a quién recurrir. Qué se hace cuando toda la vida había sido el faro y no mucho más, cuando presenciaste su funeral, cuando volvés mil veces a aquella costa en donde ahora hay una placa, una brillante placa de bronce que te lo recuerda. El primer día, el primer aniversario, el primer pensamiento. Qué se hace, Sofía.

 Sólo quiero hablar del viejo, de aquel armónico viejo que enloqueció, que no precisó más faros, anclajes, ni armonías. Todos los demás presentes, incluyéndome, nos adueñamos de la melancolía sobrante a cada paso que nuestra vida continuó, aquello, Sofía, aquello fue más faro que el faro en fin. Pero el viejo, el desquiciado, el ahora incierto continuó sus pasos a ritmo de una armónica desafinada, comenzó a cambiar sus rumbos, a caminar con un solo zapato, a cruzar mil avenidas tocando para otras personas, incluso, lo crucé en un bar una vez. Pagué una borrachera irrepetible, copa tras copa a ritmo de aquella armónica de mierda, entre aquella gente tan calma, entre aquel mar de cabezas que no precisaba nada más que faros. Y se amontonaban, en un punto, de mis ojos brumosos llegó a salir un plano, en el cual, había más faros que personas, más calma que mar. Y yo, ahora en la barra, me senté, casi siniestramente, a esperar un buque. Cientos de noches, cientos de noches que no se interrumpían, tomé mi diario, comencé a escribir un guión, a las nueve llegaba la gorda de vestido rojo, a las nueve y tres, su marido que había estacionado el Camaro, a las nueve diecisiete al mozo se le caía una bebida, y aquello era parte del orden, a las nueve veintitrés tocaba el primer acorde, y cincuenta y ocho el último. Las copas medidas, siempre en el mismo lugar, los sombreros, los cigarros, los golpes del parlante, los mozos, las sillas, las luces titilantes, los mozos, mi cuaderno, el parlante, el viejo, la gorda. Hasta que tomé mi botella de vodka, la revoleé sobre las cabezas, pateé una mesa, manché el vestido de la gorda, empujé al mozo, prendí fuego un mantel. Llegó la policía, la ambulancia, una tintorería, se desató un caos en el cual los faros se sobregiraron para llevar todo de nuevo a su correcto lugar, todos, incluso el mío y mi libreta. Todos, menos los de aquel viejo que entre un terremoto social ni siquiera se inmutaron, entre el caos, ni siquiera él se inmutó. Yo aquella noche termine preso; pero una semana después pude regresar.

 Sólo una mueca de felicidad, una vida sin faros era el desorden más ordenado que alguna vez soñé, una armónica desafinada sería siempre preciosa mientras le guste a su portador. Un cabello despeinado no inmutaría a un caballero, un faro es un instrumento, no la vida. Un buque es necesario para una vida, casi tanto como lo sería el faro en su momento. Una mala escritura, un mal canto, una vieja gorda en un vestido, un vodka barato, una caminata en la arena o en las calles de Buenos Aires no eran tan diferentes.

 Suspiré un poco, rayé todas las notas en mi libreta, arranqué aquella hoja y la guardé en mi bolsillo, aquel cangrejo comenzó a regresarse lentamente, aquellas gaviotas se dejaron de molestar, la orca se fue cantando bajito y las estrellas no dejaron de ocultarse, precise seguirlas, dejé de ocultarme también. Tomé una foto de aquella gran estructura, caminé sus escaleras, escuché al viento zumbar, miré aquel foco enorme, no lo escuché jamás venir, y aun así, no me hizo falta dar la vuelta para entender, que aquel buque estaba en camino, y que tan sólo algunos minutos después iría a estrellarse, y yo iría a caer con él, con el faro, delante del viejo y su armónica ahora desafinada, mientras un extraño algo más joven relataría todas nuestras historias a la vez en una hoja que terminaría machucada dentro de mi bolsillo.

 La saqué lentamente, la adoré un poco, la besé por última vez, y casi sin despedirme, caí poco a poco.

Para SofíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora