Sobre la bella, el dragón, y el caballero (pre momento, segundo apartado).

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Suspiraba en medio de la noche, escapaba entre gemidos, incesantemente se sentía en un encierro; y así recorría el castillo de punta a punta entre armaduras destruidas que le provocaban ciertos pudores, y ni hablar de la simbología que representaban aquellas armas caídas que nadie tomaba en ninguna lucha imaginable. En medio del encierro corría, como si correr llevase en verdad hacia alguna parte y no se resumiera simplemente a llegar a ningún lado algo más rápidamente. A veces, en las noches donde la luna se ocultaba frenaba un poco, se tomaba un descanso entre tanto desconcierto, cantaba un poco (como canta quien espera o quien no quiere escucharse) y siempre del otro lado de aquel pasillo largo y siniestro lleno de estatuas corrompidas alguien observaba. Ambos sabían del encuentro, y como es típico de encuentros tan íntimos ambos saben y ninguno se hace cargo. Rasgaba las piedras con sus uñas, se acercaba siguiendo aquel vocalizar, iba entre tragaluces de algunas estrellas perdidas o de aquella luna oculta entre pinceladas de grises; se acercaba curiosamente, se acercaba creyendo encontrar algo más que lo que siempre esperaba al otro lado. Y el otro lado esperaba también, esperaba algún encuentro que provocase su pausa, que incentivase su esperanza, que volviese a alcanzar aquella primera idea de que correr no es en vano. Hasta que se encontraban, y aquellas manos tibias soltaban las paredes e iban ingresando al nerviosismo, al temor por dejar las sombras y exponerse a la bestia que cantaba, bestia que bien sabía que aquella princesa en todas aquellas noches abandonaba su torre; momento de florecimiento, donde la bella notaba a la bestia cantando, donde la bestia notaba a la bella y no a un caballero armado y en vez de recaer en reclamos o caprichos ambos bajaban las defensas. Y la bestia cantaba como si siguiese en vigilia y la doncella se acercaba y se sentaba en el suelo como si siguiese en su cuarto. Se acariciaba el pelo, contemplaba el humear proveniente de aquella larga trompa llena de dientes desgastados, camuflada en unas escamas que poseían vida propia y se abrían y cerraban a cada respirar de una bestia hipnotizada ante un cielo que ya no le mostraba la luna. Notar el dolor de bajo toda aquella coraza, y la doncella se paraba sutilmente y se iba acercando en la misma danza de siempre (donde la bestia se quejaba y daba resoplidos que chispeaban en el aire, cada tanto mirando con desdén a quien se acercaba con un vacío tan o más profundo que el suyo, pero con la suficientes ganas de llenar incluso vaciándose algo más todavía). Una pequeña joven de pelo ceniciento, una bestia que sextuplicaba su tamaño y la envolvía entre su larga cola, la misma que al tenerla ya a pocos metros se giraba y la rodeaba en desconfianza, la misma que no entendería palabra alguna pero conocía otros idiomas, y entre los ojos rojizos que cargaba, y los suyos verdes increíblemente más pequeños, se iban adormeciendo, adorando, y pasadas las suficientes vueltas se irían encontrando en aquella noche donde no hubo luna, y no les fue necesarias. Las manos pequeñas, una sola uña teñida de rojo, una caricia cerca del fuego que cargaba aquella boca, y un demonio resumido a un dragón cantante, a una bella cenicienta que coreaba a su lado en una sintonía de ojos negros (en la cual ambos se sabían esperantes, se sabían pensantes, se sabían faltantes y soñantes, y por eso no les importaba ninguna convensión e iban más allá de lo establecido olvidando por un rato lo que sería una vida en un palacio o un mundo en donde no fuesen oprimidas ciertas bestias). Y llegaba el llanto, les llegaría el llanto necesariamente porque a estas alturas del alba eran dos que no precisaban muros, que se precisaban uno al lado del otro para contentarse con saber que no estaban, ni estarían tan vacíos, y a pesar de que uno lloraba mares y otra lloraría lágrimas el dolor era el mismo, así también el consuelo. Un enorme corazón también se nutría de pequeñas manos blancuzcas.

Pasaron mil noches, pasaron ciento setenta y cinco encuentros, ciento setenta y cinco canciones coros y llantos que los fueron volviendo una sinfónica de emociones y poesías entre dos que muy notablemente no debían hacer esto; y no fue sino hasta la mil y una noche en donde un caballero temeroso ingreso por la gran puerta (aquella noche había luna y objetivos). Y la doncella bajo corriendo, y se cruzaron de nuevo aquellos ojos, se entendieron, se hipnotizaron y mi dragón de ensueño ni siquiera volteó para enfrentarlo. Aquella cerró los ojos, y un gemido escalofriante desgarró todo el palacio. Cayó la bestia en un instante, y fue aquella la noche, en donde nadie lloró por ella.

Para SofíaWhere stories live. Discover now