Del otro lado del puente, nota primera.

38 1 0
                                    

De lo que pudimos prescindir.

Ahora se despertaba eternamente, es decir, jamás se despertaba, y a su vez, no pretendía dormirse. Era una incertidumbre entre volver o no a la vida cada vez que llegaba el horario indicado. Las siete de la mañana; las siete de la vida, siete de la nada.
Fue muriendo a intentos, y lentamente, se convenció de su malestar. Hablo de convencimientos porque a falta de la vida su imaginación no le facilitó las cosas demasiado.

Lunes de enfermedad.

Las siete de la mañana de aquella semana de enero, el día inicio, el día enfermo. Aquella mañana terminó por convencerse que el cansancio se había ido de la norma, que aquello era algo más. Y resonaba en su mente algo como el cáncer, en un principio, luego la infección, opción todavía carente, y por último, le cerró el envenenamiento.
Había dos partes por las que pasó, dos y casi tres che, una en el cáncer, reflejo de la realidad, y otras en la infección, paso previo e intermedio. Pero el envenenamiento fue de aquello que precisaría un poco más de análisis, por eso lo convenció, en un mundo tan simple siempre enredaba las cosas. Se levantó a las siete, se acostó a las ocho.

Martes de diagnóstico.

Apareció la medicina a domicilio, lo palpó, lo midió, tomó, recetó y negó. No había nada más que quejas. Pero cuando uno se sentencia al envenenamiento no importa medicina alguna. Error de cálculo, de medición, de parámetro, de algo o algún otro.

Miércoles de síntoma.

Ya se sabía veneno, ya se mordía los labios hasta el sangrado creyendo que así podría librarse algo, aunque sea un poco. Y aunque seguía creyendo fielmente en el amor, en la maravilla, en aquello dentro del mundo de mierda que volvía al mundo menos mierda, el veneno le ganaba un poco, y en vez de cuidarse de nuevos envenenamientos él se convencía de que el veneno, podría hasta envenenar a la cura.

Jueves de perdición.

Ya convencido comenzó a sentir entumecimientos, caminar las calles le pesaba bastante, las piernas no respondían y a veces le faltaba el aire. Caminando Santa Fe sentía el peso del mundo a las quince cuadras. El veneno ponía lo suyo. Y yo quisiera haberle preguntado por qué mierda no bebía la cura, lo ví caminar tan a gusto de la mano del frasquito. Y lo miraba con aquellos ojos que lo penetraban todo, viste cuando la noche se nubla y se ve sólo una estrella. Él miraba a la cura como se mira a esa estrella. La sabía cura, la sabía estrella, pero un envenenado cree fielmente que la cura no merece veneno (ésto es efecto del mismo), entonces la miraba como atravesándola, penetrándola a cada paso sin aire. Y la cura sabiéndose cura lo entendía todo, y tristemente (como la estrella) no podía hacer nada. Bien sabido que la estrella que baja hasta la avenida lo incinera todo a su paso, bien sabido que la cura tirada al veneno se disuelve lentamente si el envenenado no quiere curarse.

Viernes de mundo.

Él comenzaba a sentirse moribundo, siempre se había adormecido en la idea de un mundo decadente, pesado, odioso, y fielmente a sus ideas las defendería hasta el último minuto. El mundo es el englobe, adentro hay maravillas. Y aquella maravilla (la cura) comenzó a levantarlo de la cama, lo devolvió al mundo, le mostró más avenidas y noches de estrellas, sabiéndose anestesia y contentándose con ello. Y cuán dulce era la agonía para aquel muchacho.

Sábado de caída.

Moría lentamente cada vez mas distanciado, moría porque el veneno ya no era físico, el veneno, había llegado al alma. Y fue recorriendo las mismas calles siempre acompañado. La miraba de reojo y se calmaba algo. Y no fue hasta el sábado por la tarde que el veneno comenzó a fulminarlo del todo. Entonces, sólo en ese entonces se esmeró por contentarse. Fue a los lugares más preciosos, recorrió nuevamente la avenida, la recorrió a ella, la hizo sentirse viva y no cura. Ser cura tiene un peso tan o más fuerte que el que siente el envenenado.
Y en la agonía, en su fin, en aquel disparate donde lo abandonaba la vida mientras más estuvo viviendo, esperó a morirse para vivir realmente.

Domingo de entierro.

Le llovieron las flores, desbordaba de almas su funeral incluso bajo la más torrencial de las lluvias. Lo segundo curioso de este relato es que en aquel entierro, de todos los presentes había una sola cura. Y ella entró con un jazmín en la mano mojándose hasta el alma. Entre tanto veneno e historias vacías era la única que lo notó envenenado. Hipócritas, pensó, y el tercer punto que quiero recalcar fue cuando aquella puso el jazmín sobre la tumba. E instantáneamente, absorbió el veneno.

Mi jóven amigo tenía razón, era tan fácil envenenar a la cura.

Mi análisis desde el contexto. Y hoy hablaba ya desde afuera de los venenos y las curas, quizás yo estaba muerto o en un plano distinto, pero tenía que aislarme de esta manera para ver que el envenenamiento sólo se había retrasado.

De todas formas, iba a terminar por matarla. Pero si hubiese sido a primer momento, justo antes de que el veneno llegue al alma, la muerte pudo haber sido más linda, e incluso más delicada.

Para SofíaWhere stories live. Discover now