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¿Qué habría tras aquel alambrado? Se preguntaron. Y yo quería contarles que no importaba si habría o no algo, importaba, por sobre todas las cosas, haber comprendido que donde estaban ya no había nada, y que definitivamente aquel lugar seguiría vacío. Entonces se acercaron, como quien corre al colectivo incluso sabiendo que no lo va a alcanzar, y fueron delicadamente guardando sus fuerzas entre el barro y las piedras, hasta llegar a un alambre con púas que cruzaba el terreno de punta a punta. Dedicadamente separaron aquellos tirantes de metal, pasaron entre medio, se fueron adentrando en la espesura de algunas plantas que iban decorando la colina cuesta arriba, y una vez que alcanzaron su cima, pudieron divisar un pequeño granero. Y frente a él, una cabra.
Algo que no comenté sobre aquellos soldados eran sus formas, y sin tener que detallar demasiado se comprenderá la calma y la desesperación al informarles que uno de ellos corrió instantáneamente hacia donde se encontraba aquel animal pastando, y el otro, ahora viéndolo correr, se dispuso a admirarlo temerosamente considerando aquella corrida una locura impensada. Al cabo de unos metros el soldado desaforado cayó, rodó por sobre la pendiente inclinada entre el barro y algunas raíces, se reincorporo en un instante, volvió a correr y mientras lo hacía desprendió su cuchillo en varios intentos, casi cae de su agarre, pudo contenerlo de forma audaz, la cabra pastaba y miraba de reojo, su compañero hacía lo mismo. Y yo me detuve en la inocencia, en la del corredor que pretendía matar al pobre animal por algo de comida, en el animal en sí que no se sentía en amenaza, quien no conoce al temor no tiene por qué tener miedo, y por último, en aquel otro soldado que contemplaba la escena desde una posición inútil tácticamente. Sólo contemplaba, también inútilmente.

Y cuando se acercaron lo suficiente la cabra levantó su cabeza, giró sus ojos hasta los de aquel desaforado que ahora había levantado el cuchillo. Un ruido estremecedor, un grito incluso más violento, una cabra que siguió pastando inmutable y un soldado que caía rodando por el piso. El granjero apareció en ese instante, otro inocente señor, y en eso mientras todavía su grito resonaba el soldado distante sacó su revólver, disparó sin piedad al viejo que caía al lado de su acompañante, también caía la escopeta, tampoco se inmutaba la cabra.

Ahora quien corría desenfrenado era el soldado que no entendió de compañías, ahora también caía, ahora también se embarraba y se fue acercando rápidamente hasta caer al lado de su compatriota agonizante, al lado del viejo muerto. Y en la agonía, tomó su mano, lo abrazo con fuerzas y la sangre empapó también su cuerpo, aquel herido convulsionaba, lo miraba con ojos perdidos, ya distantes del alma. Y la cabra continuó mirando, cada tanto mordía aquel pasto y se relamía. En eso, el soldado se levantó, pateó y escupió al viejo, tomó a la escopeta y se centró en la cabra. Yo imaginé que le decía que todo era su culpa, le apuntó entre los ojos, luego, retiró el arma. Los perdigones entre el pecho y el cuello de su amigo, el viejo muerto, la cabra pastaba.
Llevó el cañón cercano a su pecho, se arrancó el alma con el gatillo tan medidamente como para caer en la misma agonía y al lado de su compañero, ahora la sangre los adornaba, ahora se entrelazaba la agonía y aquellas convulsiones parecían sincronizarse. La sangre brotando de sus bocas, dejaron caer sus caras de frente para mirarse, recuerdo que uno tuvo una mueca, muy similar a una sonrisa.
Y yo no intervine en ningún instante, comprendí recién ahí lo incomprensible, ya no estaban cansados, ya no estaban hambrientos.

Para SofíaWhere stories live. Discover now