El tiempo

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El tiempo lo impregna todo. Tanto que nos es difícil despegarnos de él para poder definirlo. De alguna manera es él el que nos define a nosotros: nuestra vida es el transcurso del tiempo y la muerte, el fin del tiempo. Podemos comulgar con la existencia de varios tiempos pero nos incomoda todo lo que no traiga consigo una etiqueta temporal, todo lo que no tenga un comienzo y un fin. El tiempo es oro y los guardianes de tan preciada joya han sido y son los astrónomos. Los menhires de Stonehenge, los cuadrantes solares y las clepsidras del antiguo Egipto, el reloj mecánico de la catedral de Salisbury, los instrumentos de navegación que empleó Colón, el reloj de péndulo de nuestros abuelos y el nuestro de cuarzo son hitos de una lucha ancestral por encontrar y dominar procesos periódicos que nos permitan medir el tiempo en la escala de nuestras sucesivas necesidades.


Desde la prehistoria hasta el s. XIX, los elementos clave en la medida del tiempo han sido el Sol (y otros objetos celestes como la Luna o las estrellas más brillantes) y sus movimientos repetitivos, que dan lugar a las nociones básicas de día (intervalo entre dos amaneceres sucesivos), mes (lunación) y año (tiempo entre dos comienzos sucesivos de la misma estación). Los guardianes del tiempo fueron astrónomos bajo diferentes hábitos -gurús, sumos sacerdotes, astrólogos, navegantes, campaneros, muecines- que conocían los diferentes ciclos celestes y sabían medir tiempos usando la sombra del sol. Durante la noche usaban las posiciones de astros o dispositivos mecánicos antecesores del reloj.


En el s. XIX, con la creciente demanda de precisión en la medida del tiempo y el refinamiento de los relojes mecánicos, las anomalías del tiempo solar verdadero (pequeñas variaciones del intervalo entre dos amaneceres sucesivos a lo largo del año, hasta entonces inadvertidas) hicieron aconsejable buscar patrones de medida más regulares. Y los astrónomos se tornaron relojeros: primero definieron un tiempo solar medio que mantenían escrupulosamente en su "reloj maestro" y que servía de referencia a toda la comunidad; actualmente usan como patrón las vibraciones del átomo de cesio y mantienen el llamado Tiempo Atómico Internacional, del cual dependen todos los demás. En el tiempo y en los calendarios se entrecruzan las civilizaciones y su historia. Las divisiones del tiempo en 7, 12, 30 ó 60 partes iguales nos hablan de los hábitos numéricos de cada pueblo (y de sus supersticiones). Que un mismo día sea sábado 5 de noviembre de 1988 para quienes usamos el calendario gregoriano, 25 rabie el-aoual 1409 para los musulmanes ó 26 baba 1705 para los coptos nos habla del momento fundacional de cada comunidad (nacimiento de Cristo, Hégira, escisión) y de su preferencia solar o lunar.

El comienzo del día y la duración de las horas están ligados a necesidades culturales. Tener 24 horas de igual duración y contadas a partir de medianoche es reciente. Las horas itálicas se contaban desde el anochecer, lo que es muy práctico si quieres saber cuánto tiempo queda hasta que oscurezca, algo que nuestra hora no revela. En Roma, un astrónomo determinaba el mediodía y hacía sonar una señal sonora que marcaba la división entre la hora sexta y la séptima de las doce horas desiguales (más largas en verano) de que constaba el intervalo entre la salida y la puesta del Sol. Por tanto, la hora en que murió Cristo no son las nueve de la tarde sino dos o tres horas después del mediodía.

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