Malditas desviadas

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El ruido de tu máquina de diálisis te despierta. Ves cómo las enfermeras se acercan y rápidamente solucionan el problema. A menudo esto sucede, en un principio te alarmabas, pero ahora se te hace normal.

Intentas relajarte nuevamente; enfocas tu vista en Leandro, a quien el ruido no ha despertado. Es realmente un niño hermoso, sus ensortijados rizos casi llegan a tapar sus cerrados párpados. Tiene el cabello bastante oscuro, y esos ojazos color miel que estás segura enamorarán a más de una en cuanto sea un jovencito. Lo que más te gusta de él son sus sonrosadas mejillas; a pesar de la situación en la que está, se ve lleno de vida, y ruegas en silencio por un buen futuro para ese pequeñito.

De tu aspecto no puedes decir nada positivo, los últimos días hasta has dejado de mirarte al espejo al cepillar tu cabello, o al lavar tus dientes. Te recuerdas arrojando con todas tus fuerzas el cepillo, como queriendo terminar de quebrar por completo aquel reflejo, sin aceptar en lo que poco a poco te habías convertido. Porque sí, notaste que tus ojos, ocultos tras esos abultados párpados, no eran los mismos; la carencia de brillo te sorprendió en primera instancia, y luego, al acercarte más, notaste qué era lo que de verdad te aterraba de esa imagen: No era la delgadez que podía percibirse aun al estar presente la hinchazón característica de tu enfermedad, tampoco lo marcado de tu clavícula, ni el casi amarillento color de tu piel; fue lo que había en el fondo de tus pupilas, pudiste observar a la muerte en ellas. La muerte y un poco de verde... casi gris, como aguas turbulentas que en instantes consumen  navíos.

Tantos sueños atrapados en un mundo de imposibles. Y sí, te parece injusto, porque sabes que nada de lo que has hecho a lo largo de tu vida merece esto como castigo. Puedes afirmar que nadie merecería estar sufriendo de la manera en que tú lo haces, es algo que no le desearías ni a tu más acérrimo enemigo.

No es fácil, no es fácil dejar todo atrás, no es fácil vivir sin motivos, y sí, lo has intentado muchísimas veces, has buscado en tu interior alguna razón para continuar... y la única razón que encuentras es ese par que se encuentra afuera, esperando que salgas; pero, ¿no es suficiente ya con tú tener que llevar esa carga? ¿Para qué hacerlas padecer? ¿Por qué no se termina de acabar la vida y ya? Se acostumbrarían a estar sin ti, de eso estás completamente segura, ya han estado sin ti antes... y junto al deseo de que tu máquina empiece a sonar de forma alarmante, junto al deseo de que todo se acabe, regresan las ganas de llorar... pero tus ojos están secos.

La máquina suena, avisando que ya tu tiempo en hemodiálisis termina por el día de hoy; una enfermera se acerca y te desconecta. Te toma un tiempo estabilizarte. A medida que desaparece el mareo, la etérea máscara que has construido vuelve a aparecer en tu cara, porque sí, tienes que volver a salir por la puerta de en frente. Porque sí, has sobrevivido a otra sesión.

Te levantas con algo de dificultad, es normal que con cada sesión tus fuerzas disminuyan. Subes a la báscula y notas que has vuelto a tu peso seco ideal. Le guiñas un ojo a Leandro, que ha despertado, y te sorprende que en lugar de esconder su rostro te dedique una pequeña sonrisa como despedida. Nunca lo habías visto sonreír, notas que se le forman unos hoyuelos preciosos en sus mejillas, y no puedes controlar tu impulso: te acercas al pequeño y acaricias su cabello con tus dedos... no, no lo puedes negar, es algo que te morías por hacer desde la primera vez que lo viste. Es que siempre te han encantado los niños... ¡cómo extrañas a tu bola de escuincles! Es otra de las cosas a las que tuviste que decir adiós; por ahora, diría Raven, pero con cada día que pasa, aceptas más que es un para siempre.

Leandro pega la barbilla a su hombro una vez más, y piensas que el mocoso no se ha enterado aún de lo tierno que es.

—Nos vemos el lunes, pequeño búho—. Cubres tu cuerpo con tu anorak azul marino, y ajustas tus lentes de sol.

Nos merecemos algo mejorWhere stories live. Discover now