Zapatos sucios

252 43 25
                                    





Tu vocación estuvo definida desde que eras niña. Tu padre era pianista, y se empeñó en que aprendieras a tocar desde muy pequeña. Al principio se te hacía pesado, tú querías jugar... divertirte y él prácticamente te obligaba a dar lecciones de solfeo y aprender toda la teoría musical, usando un método que hoy en día se te hace bastante arcaico, pero que en aquel entonces era el predilecto; dejaste de pensar que era aburrido estudiar música cuando tu papá consideró que ya estabas preparada para empezar con el piano.

Darte cuenta de que el solfeo servía para algo fue toda una revelación. Recuerdas el momento en que tu padre colocó tu primer método Czerny encima del gran instrumento. Te había enseñado a diferenciar las teclas y el número de cada dedo, y entonces te dijo: «La clave de sol la tocas con la mano derecha y la de fa con la izquierda» y al seguir su indicación, aceptaste que todas las horas aburridas de solfeo habían valido la pena. Tocar el piano era asombroso... crear melodías con tus manos se había vuelto toda una pasión.

Al piano le siguieron otros instrumentos, pero esos no los estudiaste a profundidad; pasabas horas y horas en el piano, y a veces, en tus momentos de descanso practicabas con el clarinete, o componías con la guitarra descubriendo acordes por tu cuenta... y cuando no estabas tocando ningún instrumento practicabas la percusión corporal. La música se volvió tu vida.

La música que te regaló tu padre.

Cuando él murió, te refugiaste en ella. Si en un principio parecías obcecada, luego de su deceso todo incrementó; si no estabas en el instituto, seguro te encontraban en algún cubículo del conservatorio tocando horas y horas. Fue ahí, en uno de esos salones que descubriste lo que más amabas del arte de la hija de Mnemósine y Zeus. Necesitaban un pianista de ensayo para los solistas de La Traviata y hundirte de lleno en el mundo de la ópera te hizo apreciar la voz humana como instrumento musical. Y de la noche a la mañana, te convertiste en la pianista de ensayo del coro sinfónico del conservatorio.

A Octavia la conocías desde el instituto, fue la única que se acercó a ti, a pesar de que tenías fama de «misántropa melómana» y corrían los rumores de que te lo montabas con el oboe. Pero Rave compartía contigo la música: ella formaba parte de ese coro. Los mejores años de tu adolescencia los pasaste tocando el piano para ellos, y a la hora de elegir profesión te decantaste por el Canto Lírico y la Dirección Coral.

Y cuando descubriste tu voz, te sentiste completa. Toda la música que guardabas en ti y ni siquiera lo sabías, ¡tantas personas en el mundo sin saber que lo que tenían por dentro era más valioso que el oro!

Lo perdiste, con tu enfermedad, con las diálisis... La máquina que filtraba la sangre dejando a un lado las toxinas, también se fue chupando poco a poco tu voz. Era el pago por más tiempo. Era el pago por continuar viviendo esta vida que consideras mediocre. Al no poder más, tuviste que dejar tu trabajo, dejaste atrás la música...

Cuando murió tu padre, la música fue tu terapia. Pero ahora, que tu pronta muerte es inminente, esa dama que trastoca la razón y te hacía perder la noción de todo te ha abandonado.

Y aquí estás, en un lugar donde te juraste nunca ibas a entrar, con muchas ganas de regresarte, y lo intentas, pero al mirar hacia atrás, ves a Octavia mirándote fijamente desde el auto. Sabes que tienes que hacerlo. Vamos, Lexa, solo debes empujar la puerta giratoria y ya estarás dentro; nunca te ha gustado ventilar tu vida con terceros y esas dos bien que lo saben, y aun así consideraron que debías venir. Ese último pensamiento te hace darte cuenta de que si insistieron tanto es porque de verdad lo necesitas.

Nos merecemos algo mejorWhere stories live. Discover now