Amigos elfos

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Capítulo 14:

El ataque fue rápido. Los centauros fueron lentos en reaccionar, pero hicieron bajas a los rebeldes. Celeste, desaparecido en combate, Earst muerto junto con otra centena de hombres, Juncar herido. Erik, junto con Persal, se retiraron al interior de la cueva junto con los supervivientes y el dragón de oro. Los centauros les siguieron pero cayeron en una emboscada brutal por los rebeldes, lo que los obligó a retirarse. Las bajas de los refugiados eran la mitad de los hombres, en cambio, la de los centauros eran apenas cincuenta.


Todo estaba negro. Le dolía todo el cuerpo. En la cabeza tenía la orquesta más estridente que existía. Notaba el pulso en su mano como timbales, Pum Pum. La vista se le va aclarando. Celeste se encuentra debajo de un par de soldados muertos que le tapaban de los centauros. Éstos se paseaban ahora en busca de supervivientes enemigos entre ese mar de cuerpos inmóviles. Había tanta sangre que los cadáveres parecían pequeñas islas en medio del mar. El rebelde tuvo que esperar a que los habitantes del reíno mágico se fueran sin cumplir su misión. Cuando se levantó, vio que la muerte había pasado como una segadora corta al trigo sin piedad. Se encontró a Earst a unos metro suya, con una lanza clavada en el pecho rodeado por sus hombres. Se dirigía a la cueva cuando cayó en cuenta de que había un grupo de centauros custodiando la entrada. Después de un pequeño debate en su cabeza, decidió dirigirse al bosque que se hallaba al fondo del valle, a unas dos leguas. Tenía camino por recorrer.

Le quedaban quinientas millas por hacer cuando oyó un ruido de tambores, o eso le parecía. Se tiró al suelo en el momento justo en el que una flecha ocupó el sitio en el que Celeste , momentos antes, se hallaba. Echó a correr hacia su izquierda, donde había una fila de arbustos. Cuando llegó a ellos, sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Cayó al vacío, chocándose contra las raíces que sobresalían. Consiguió, desesperadamente y de malas maneras agarrarse a una que colgaba a escasos metros del suelo. Eso paró la caída. Con sus últimas fuerzas se balanceó sobre un matojo de hierba abundante y se dejó caer. Después, por segunda vez en todo el día, se volvió todo negro.


Le despertó el ruido de una rama seca al romperse. Le costaba mucho abrir los ojos, y cuando los abrió, tenía puntitos negros pululando por su pupila. Ante él, cientos de arcos le apuntaban. Celeste, presa del pánico, pensó que eran centauros. Buscó a tientas la espada que había cogido del cuerpo de Earst, en su búsqueda se pinchó la mano con una zarza. Un inmenso picor invadió su cuerpo, pero aún así, siguió buscando. Instantes después, su extremidad encontró el mango de la espada. Con más confianza, se puso de pie, pero una patada ágil le derribó al suelo y tuvo que soltar la espada para parar la caída. Cuando alzó la vista no vio centauros, sino elfos.


Erik estaba con los supervivientes del ataque. Le desolaba que Earst hubiera muerto, pero todavía más que Celeste hubiera desaparecido. Al anochecer se habían adentrado en el campo de batalla para enterrar e identificar a los muertos. Los centauros se habían retirado al galope cuando un mensajero les había transmitido una orden. Al parecer, el encargo mandando fue  hecho con rapidez, porque volvieron satisfechos. Estaban trazando un plan para salir, pero era arriesgado. Persal se encargaba de los heridos mientras Auriel, con una decena de hombres, repartía el alimento, que escaseaba, porque los enemigos habían triplicado la vigilancia. Por suerte, habían encontrado una manada de caballos, y con los utensilios de los compañeros y centauros muertos, habían creado sillas mientras domaban a los animales. Tendrían una cincuentena de caballos. 

El atardecer caía de nuevo. Erik ordenó a sus hombres que se retiraran al interior de las cuevas. Formaron guardias de tres hombres, que, cada dos horas, llamarían a la próxima patrulla.

El aire era frío. Los centinelas no detectaban la presencia de unos seres oscuros. Estos, provistos de una tela fina y rasgada, habían salido de las entrañas de la Tierra. Los movimientos del exterior los habían despertado. Llevaban siglos durmiendo, y mientras ellos soñaban, el reino mágico estaba medianamente en paz. Ahora que ellos estaban en pie, nada sería como antes. Se les conocía como los Argüeins, seres de otro mundo que arrasaban todo lo que encontraban. No dejaban nada sin a nadie en pie. Ellos eran la Era Oscura, la extinción de los dinosaurios, el azote de los dioses. En resumen, esas criaturas eran la pesadilla de todo niño. 

Era de noche cuando atacaron. Rápidos como el viento, los hijos de la Tierra cargaron. Los centinelas, desprevenidos, no pudieron dar la alarma. Todos murieron en cuestión de segundos. Solo uno sobrevivió el tiempo suficiente para gritar. Ese ruido puso en pie al resto. Los que más cerca estaban de la puerta gritaban de terror, y conscientes de su cercana muerte, lucharon con su vida. Los de más atrás empezaron a coger los caballos y a atropellar a sus compañeros por salir a través de la entrada secreta. Erik formó a los hombres que estaban al lado suya. Con los escudos formaron una barrera insuperable, solo dejando pasar a los compañeros. Las criaturas ya habían matado a casi todo el mundo que no estaba al resguardo de los escudos. Unos ofrecían resistencia mientras retrocedía, y cuando estaba muy cerca de la muralla, una lanza sobresalía por encima de su hombro con destino al enemigo. No quedaba rebelde en pie delante de la línea defensiva. Solo los soldados de esta defendían a los que se retiraban. Los Argüeins atacaban una y otra vez sin descanso. Si morían, sus restos se reagrupaban unos metros más atrás, si eran heridos, se echaban tierra y esta les curaba, pero siempre volvían a la carga, no morían, seres incansables que estaban sedientos de sangre.

Quedaban diez caballos, tantos como hombres había en la muralla de escudos. Uno por uno se montaban en las monturas hasta que solo quedaron Erik y Auriel. Un animal fue abatido por una masa de cuerpos. El soldado montó en el último que quedaba, y tras una breve discusión con su compañero, huyó fuera de la cueva. El capitán sabía que era su fin. Estaba rodeado, pero no cesó de luchar hasta que fue sepultado por los hijos de la Tierra. Lo único que pudo hacer fue protegerse la cara y el cuerpo con el escudo.

Llamas de libertadWhere stories live. Discover now