3. Pétalos de rosa

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Me asustaba pensar que podía tener cáncer. No quería morirme tan joven, sin haber hecho nada en la vida. No quería preocupar a nadie, de modo que me callé todas mis dudas y me propuse seguir con mis cosas. Unos días más tarde, mi padre cumplió los cuarenta años. Estábamos los cinco muy incómodos, mientras cenábamos. Me tuve que levantar, con el pretexto de ir al baño. Mary me siguió, con cierto disimulo.

-No te preocupes, seguro que no es nada -me dijo, en tono conciliador. Fingí relajarme, para darle el gusto, pero ya me sentía enferma.

Mi padre fue al hospital unos días después de la revisión. Quería hablar con el doctor Davis, mi médico de cabecera. Llevaba una semana con los nervios de punta y necesitaba aclarar algunas cosas. Ya sabíamos que tendría que hacerme unas pruebas para descartar el cáncer. Yo no tenía ni idea de lo que implicaba aquello. Quería que mi médico de confianza me lo explicase, porque mi padre no podía contestar a ninguna de mis preguntas. Le pedí que me llevara, y así lo hizo, pero, en vez de dejarme escuchar la conversación, me aparcó en la cafetería, ignorando mis protestas.

-Es mejor que te quedes aquí -dijo suavemente y me dio un beso en la frente a modo de despedida. Luego se fue corriendo y tuve la certeza de que todo iba a ir mal.

Me di la vuelta. Antes de marcharse, mi padre me había comprado una magdalena de vainilla. Todavía no había empezado a comérmela, aun así, ya estaba echa migas. La había apretado en mi puño sin darme cuenta. Ese tema me estaba afectando mucho más de lo que parecía. Me paseé entre las mesas ocupadas, todavía sosteniendo el envoltorio del bollo. No quería estar allí, entre todos esos desconocidos. Prefería esperar a mi padre en el coche. Pronto encontré una mesa vacía y fui a sentarme. Decidí distraerme con algo, de modo que saqué un libro de mi mochila con la intención de leerlo. Aunque recitara mentalmente todas y cada una de las palabras que formaban las oraciones, no tenían sentido para mí. Estaba demasiado nerviosa. Me imaginé calva, más muerta que viva, y esa idea me espantó. No podía concentrarme en otra cosa, aunque me esforzase.

Levanté la cabeza. Allá donde mirara, veía gente. Todos parecían estar gritando. Me sentí ajena a todo ese barullo. Paseé la vista por la sala. Vi a un par de niños que peleaban por una revista. La madre suspiró cansada y siguió bebiendo su café aún humeante. Hizo una mueca, supuse que se había quemado. Giré la cabeza. Un chico de aspecto reservado buscaba algún sitio para sentarse. Pasó delante de mí con una botella de agua en las manos. Retrocedió unos pasos, desorientado. Me centré en el libro que seguía abierto sobre la mesa, rezando para que no me dirigiese la palabra. Pero era tarde, me había pillado mirándolo.

-¿Puedo? -me preguntó señalando la silla sobre la cual había apoyado mi mochila.

La retiré, incapaz de negarme. Unos trozos de papel salieron de ella y me apresuré a recogerlos. Fruncí el ceño, mientras él dejaba su botella en la mesa. Parecía cansado, pero a mí no me importaba establecer una conversación con él. Tenía mis propios problemas.

-Gracias -murmuró. Se sentó en frente de mí. Volví a mi lectura, tan distraída como antes. Me miraba. Lo imité, molesta. El cabello castaño cortado al rape y los ojos color ámbar escondidos tras los cristales de sus gafas. Debía de ser una de esas personas expansivas y comenzaba a incomodarme.

-¿Que lees? -quiso saber, camuflando la desesperación de su voz. Se moría de ganas de que alguien le dirigiese la palabra.

-Nada -cerré el libro bruscamente y lo escondí en mi mochila-. Me tengo que ir.

Sabía que, si me quedaba, no dejaría de hablarme y yo temía reventar si me iba de la lengua. Me levanté sin dejar que dijera nada y luego salí al pequeño jardín que había delante de la cafetería. Vi unos pétalos de rosa tirados por el suelo, pero no había ni una sola plantada por allí cerca. Él seguía mirándome a través de la ventana, un tanto decepcionado. No pude evitar avergonzarme.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now