18. Cactus pequeño

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Cuando Jennifer cumplió los dieciséis años, yo empezaba el cuarto ciclo de quimioterapia. La llamé por la mañana para felicitarla, justo después de que el enfermero me conectara a la bomba que me suministraba el medicamento. Había estado a su lado en todos sus cumpleaños y perderme aquel por culpa de la enfermedad me dolía. Richard me acompañó hasta el teléfono. Llegar a él en los primeros ciclos de quimioterapia había sido relativamente fácil, pero ahora me parecía que el pasillo se alargaba y que nunca llegaba al aparato. Los enfermeros habían dejado una silla de ruedas a mi disposición, pero yo me había negado a usarla. Me parecía vergonzoso y denigrante y prefería usar las piernas, hasta que pudiese hacerlo sin problema. Sólo necesitaba a alguien que me ayudase a arrastrar el soporte del que colgaban las bolsas que iban conectadas a mi catéter. Mi padre me decía que era una cabezona, pero yo estaba convencida de que sólo era independiente.

Richard marcó el número por mí y me pasó el auricular. Yo me lo pegué al oído, como si necesitase aferrarme a algo. Había tenido que mentalizarme ante la idea de permanecer de pie durante tanto rato. De todas formas, sabía que podía apoyarme en mi hermano si lo necesitaba. Por el momento, él se recostó en la pared, con los brazos cruzados. No pasaba mucho tiempo conmigo, pero los días en los que estaba presente procurábamos estar juntos todo lo que podíamos.

Jennifer contestó enseguida, como si estuviese esperando mi llamada. La felicité y estuvimos hablando un rato. Normalmente, Jennifer celebraba dos fiestas. La primera, en la que yo estaba incluida, era una celebración formal, en la que soplaba las velas de la tarta y abría los regalos. La segunda consistía en irse a bailar hasta la madrugada en casa de alguien del instituto, aunque no fuese en su honor. Yo nunca había estado en una de esas. Estaban prohibidas para mí. Le pregunté qué iba a hacer en esa ocasión.

—He decidido no ir a ninguna fiesta —dijo—, ya prepararé algo para cuando estés más disponible —la imaginé esbozando una sonrisa triste—. Mi madre me ha regalado cincuenta dólares y, ¿sabes qué? —preguntó con emoción.

—Cuéntame.

—Me he comprado un cactus pequeño.

Solté una risotada tan fuerte que hizo que el enfermero de guardia me lanzase una mirada de reproche.

—¿De qué te sirve un cactus? —quise saber en tono bromista.

—¡No te rías!, deberías verlo. Venía con una maceta en miniatura y creo que le saldrá una flor y todo. Además —añadió rápidamente, antes de que yo me burlara otra vez—, es muy decorativo.

Colgamos a los pocos minutos. Tenía sueño. Me colgué del brazo de Richard y dimos la vuelta, para regresar a la habitación. Aún sentía el bollo del desayuno en el estómago. Intenté ignorarlo. Pensé en mi padre, preocupada. Ahora estaba trabajando, pero venía a verme a cada rato. Cada vez estaba más callado y metido en su propio mundo. Lo escuchaba andar en la oscuridad de nuestra casa. Llegaba a la cocina, abría la nevera y, tras unos segundos que me parecían interminables, volvía a subir las escaleras. Cerraba la puerta de su habitación, enfrente a la mía, y lo único que oía después era un silencio sordo que entraba en mi cabeza y no me dejaba dormir en paz.

Cuando llegamos al cuarto, caminé hasta el baño maquinalmente y, como si lo hubiera hecho desde siempre, levanté la tapa del retrete, me incliné sobre él y vomité todo lo que me había atrevido a comer. Miré a mi hermano. Se había quedado en el umbral de la puerta, todavía abierta. No había querido acercarse porque no sabía cómo manejar la situación. Mejor así. Yo podía hacerlo sola. Me preguntó si necesitaba algo, negué con la cabeza. Me dirigí al lavabo. La chica del reflejo del espejo parecía salida de una película de terror, supuse que lo que más miedo daba era la expresión vacía de sus ojos grises. Me lavé los dientes, luego la cara. Me volví a mirar. Había cambiado mucho.

La estrella que más brillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora