13. Macetas de claveles

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Las dos semanas en casa se me escurrieron entre los dedos y, cuando quise darme cuenta, ya me estaba preparando para ir al hospital. Acceder a la primera sesión de quimioterapia había sido relativamente fácil, porque no sabía a qué me enfrentaba, pero, ahora que lo tenía claro, estaba un poco asustada. Tenía que mentalizarme para volver a someterme al tratamiento.

Terminé de meter en mi maleta una pila de pijamas y decidí llevarme un tebeo de Lucky Luke, en vez de todos los libros que cargué inútilmente conmigo la primera vez. Pensé que sería menos trabajoso de leer. Me quedé un momento de pie en el centro de mi habitación. Me faltaban unas cuantas horas para empezar el segundo ciclo de quimioterapia. Tenía tantas cosas por hacer... Me tumbé de espaldas en la cama, con los brazos pegados al pecho y las piernas rígidas. Recreé en mi mente los pitidos de las máquinas y las voces de las enfermeras que solían charlar animadamente en los pasillos. Era como estar en la camilla otra vez.

—¿Vienes a la biblioteca? —preguntó Robert desde el pasillo. Me levanté de un salto y me asomé a la puerta. 

Mi hermano necesitaba unos libros para seguir con su ensayo y yo no tenía nada mejor que hacer. Era una buena forma de hacer pasar el tiempo. Sentía que si me quedaba en casa me volvería loca. Caminamos hacia el garaje en silencio. Mary tenía un Chevrolet Biscayne muy llamativo. Era el que había utilizado para llegar a California, desde Oklahoma. Desde que estaba casada con nuestro padre no lo utilizaba demasiado. Iban juntos al trabajo y casi siempre usábamos el coche de nuestro padre. El viejo Chevrolet había quedado a disposición completa de mis hermanos. Yo lo había conducido unas cuantas veces, para las prácticas, pero no me había presentado al examen y, vista la situación en la que me encontraba, no pensaba sacarme el carnet en mucho tiempo.

Subimos al coche de Mary. Robert encendió la radio y enseguida se puso a cantar a pleno pulmón las baladas country que retransmitían en ese momento. Mientras que mi hermano tarareaba un solo de guitarra y el coche avanzaba, suave, por el barrio, me dediqué a mirar por la ventanilla. Ese iba a ser un verano fresco. Podía sentirlo en el viento que me desordenaba el pelo. Y me había perdido tantos veranos por andar ocupada en otras cosas, que sentí tener que perderme también aquel. Todavía no había demasiados turistas en la calle, de modo que llegamos al centro rápidamente. La mayoría de las personas que visitaban San José lo hacían para ver la mansión encantada de los Winchester. Las colas cerca del museo eran impresionantes.

Cuando llegamos a la biblioteca, Robert bajó del coche y se alejó un poco. Lo seguí. Me estaba esperando delante de la puerta. Entramos en el edificio. Me reí ante un comentario suyo sobre el bibliotecario, un hombre que nos miraba serio.

—Ahora vuelvo —susurró, para no llamar la atención.

Me quedé mirando como subía las escaleras y agradecí que no me hubiese hecho subir a mí también. Era algo cotidiano, pero me parecía demasiado. Me costaba incluso subir las escaleras de mi casa. Recorrí el primer piso de izquierda a derecha, pasando el índice por el lomo de los libros que llenaban las estanterías. Pensaba en mí. Veía pasar mi vida como una película. Yo era una espectadora de mis días. En una escena estaba en una camilla de hospital y, en otra, conversaba con mi padre, en casa. Ya no era yo. Terminé sentándome en una de las butacas en las que la gente se sentaba a leer el periódico y no me levanté hasta que Robert no regresó, al cabo de un cuarto de hora.

—Hey —mi hermano me apretó el brazo. Llevaba dos libros en la mano derecha—, ¿nos vamos?

—Sí... ¿ya has acabado? —pregunté, poniéndome de pie. Me arrepentí de haber salido. Prefería estar tumbada.

—Claro —me arrastró hasta el mostrador —, ¿quieres tomar algo?

No me apetecía nada comer, pero, de todas formas, accedí a acompañarle a un bar, tan sólo para hacerle compañía. Fuimos andando y, aunque caminamos un poco más de cien metros, me cansé como si hubiese corrido una maratón. Si lo pensaba bien, apenas había salido de casa en esas dos semanas. Había ido al supermercado en una ocasión y poco más. Lo de aquel día superaba con creces mi actividad diaria.

Me paré a tomar aire en cuanto llegamos a la cafetería. Era un local acogedor, provisto de una terraza llena de gente. Nos sentamos en una esquina del exterior, rodeados de macetas que estaban a rebosar de claveles.  Me dejé caer en mi silla y Robert me dio un trago de agua de la botella que siempre llevaba con él.

—El médico te ha dicho que tienes que beber mucho —me advirtió, sacando un cigarro de su cajetilla.

Estaba en lo cierto. Era una de las primeras cosas que me había dicho mi hematólogo al empezar la quimioterapia, pero yo tenía la mala costumbre de ignorar las recomendaciones de los médicos. Quizá se debía a que llevaba toda la vida siguiendo sus indicaciones. Ya estaba harta. Mientras que Robert y yo hablábamos de estupideces, llegó el camarero. No pude evitar mirarlo fijamente. Me sonaba su cara. Él debió notarlo, pero no me hizo demasiado caso. Se puso a bromear con mi hermano, entonces recordé que era el chico de la cafetería del hospital. Lo había olvidado completamente. Preguntó por mí.

—Es Evolet, mi hermana —respondió Robert. Se giró hacia mí —. Él es James.

Sonreí nerviosa a modo de saludo. Al fin se había decidido a presentármelo.

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