9. Flores blancas

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Después del diagnóstico todo fue demasiado rápido. La tranquilidad que reinaba en mi casa se convirtió en un caos. A la espera de los tratamientos, no sabíamos cómo proceder. Yo pasaba mucho tiempo metida en mi cuarto, mirando por la ventana o sentada en el suelo. Me asustaba la quimioterapia y sólo pensar en ello me echaba hacia atrás. Los días antes del inicio del tratamiento los pasé con los nervios de punta. Richard regresó por aquel entonces. Venía en un estado catatónico, llevando la misma ropa de la tarde en la que hablamos en el estudio de nuestra madre. Se había perdido mucho, como de costumbre. A la mañana siguiente, nuestro padre habló con él y le contó qué iba a ser de nuestras vidas a partir de ese momento. Creí que me diría algo, pero apenas me miró durante del resto de la semana, como si temiera meter la pata.

Jennifer vino para animar el ambiente la tarde del último día de instituto. Por primera vez en mi vida, tenía envidia de ella, que podía llevar una existencia normal y sin sobresaltos. En todos esos años de amistad, nunca me había parado a pensarlo. Jennifer y yo éramos tan unidas porque ella había sido la única niña de mi edad a la que no le había importado perderse los juegos de la calle por mí. Nunca habíamos trepado hasta la copa de un árbol, nunca habíamos recorrido los caminos del barrio en bicicleta. Ella se conformaba con los repetitivos juegos de mesa y con las películas cómicas de los domingos por la tarde. Era mi ventana al mundo exterior. Aun así, eso no quitaba el hecho de que ella podía subirse a una montaña rusa cuando se le antojara o que pudiese ir a la piscina municipal, a chapotear con nuestras compañeras de clase.

Como un rayo de sol, Jennifer entró en mi habitación. Ella era siempre así de invasiva. Siempre andaba haciendo ruido y riéndose a carcajada suelta. Sin embargo, ese día yo no estaba de humor. Me molestó el hecho de que mi hermano la hubiese dejado pasar. Ya se lo había contado todo. Sólo venía a compadecerse de mí. Se sentó sobre las sábanas desordenadas de mi cama. Yo estaba tumbada sobre la moqueta, con los brazos y las piernas extendidos y la mirada fija en la lámpara del techo, aguantándome las ganas de echarla de allí.

—¿Qué tal? —preguntó. Usaba un tono de voz neutro, como si hablásemos por primera vez.

—Mal —contesté tajante. No iba mentirle.

Asintió con un cabeceo. ¿Qué se esperaba? Todavía no había empezado con la quimioterapia, pero el nerviosismo me estaba comiendo viva. No me imaginaba cómo conseguiría llegar al final del proceso sin derrumbarme.

—Mira —se puso de rodillas en el suelo y rápidamente me erguí —, cuando Robert me llamó para contármelo, yo estaba en el jardín.

Sacó una bola de papel de su bolso pequeño. La abrió con cuidado y en sus manos aparecieron un puñado de flores blancas y diminutas. Delicadas. Me las dio. 

—Acababa de arrancarlas —explicó, como si fuese suficiente.

Acaricié los pétalos inmaculados con la yema de los dedos. Yo no necesitaba todo eso. Estaba cansada de mi vida y ella me llevaba unas malas hierbas. No me parecía correcto.

—¿Que se supone que debo hacer con ellas? —pregunté, ácida. Me habían parecido muy bonitas, pero eran inútiles, después de todo.  

—No lo sé. Pero no quiero que me alejes de ti —murmuró.

—Está bien —me hice un ovillo, dándole la espalda—. Ya puedes irte.

Me había hartado de la gente. No sólo de ella, de mi familia también. El hecho de estar en contacto con otras personas me causaba tanto rechazo que añoraba el momento de soledad que venía después. Ella se quedó callada unos segundos, pero volvió a hablar. Noté la tristeza en su voz.

—Evolet, no me gusta verte así, ¿no hay nada que yo pueda hacer por ti?

—Me gustaría estar sola un rato, si no te importa...

—Como quieras —se levantó y más tarde escuché como abría la puerta.

No dijo nada más. La habitación se llenó de ese silencio conocido que llevaba acompañándome tanto tiempo. Me arrepentí enseguida de haberla tratado de aquel modo. Sabía que lo más duro que le había hecho hacer había sido pedirle que se marchara. Le había costado un mundo, pero lo había hecho, de todas formas.

La estrella que más brillaOn viuen les histories. Descobreix ara