11. Ramo de no me olvides

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Al día siguiente, todavía me costaba creer que estaba encerrada en esa habitación sofocante. Pasé una noche agitada, revolviéndome en la camilla. No dormí nada. Conseguí cerrar los ojos de madrugada y al cabo de una hora vino una enfermera a medirme la presión y la temperatura. Me dijo que vendría a buscarme después del desayuno, para que caminase un poco. No me lo había planteado. Creí que no saldría de la habitación. Robert pasó la noche conmigo. Vino por la tarde con un ramo de no me olvides. Le pregunté porque me lo había llevado y él respondió, encogiéndose de hombros, que para que yo me sintiera como en casa. No lo entendí. En nuestra casa no había flores. Sólo los narcisos marchitos de mi madre y las flores silvestres que me trajo Jennifer. De todos modos, le agradecí el gesto.

Por la mañana, él se fue a comer algo a la cafetería y, mientras esperaba a que llegara mi padre, me puse a juguetear con el tenedor de plástico de mi desayuno, medio aturdida. Tengo cáncer, tengo cáncer, tengo cáncer..., me repetía, pero me bloqueaba antes de decirlo una cuarta vez, como si no quisiera admitirlo del todo. Levanté la cabeza. En la televisión retransmitían un viejo concurso de preguntas y respuestas. La cortina seguía cerrada. Al otro lado oí las voces de mi compañera y de su familia. Volví a sentirme sola y deseé que mi padre se diese prisa. ¿Dónde estaba? El hospital quedaba bastante lejos de casa. Imaginaba que estaría de camino y ese pensamiento me tranquilizó al instante.

Robert regresó antes de que nadie viniera. Había comprado un vaso de café que seguía bebiendo cuando entró en la habitación. Había querido hacerme compañía mientras yo desayunaba. Más tarde se iría a casa y mi padre estaría conmigo. Pronto tendría que acostumbrarme a pasar algo de tiempo sola en el cuarto. Quizá hablaría con la chica que ocupaba la otra camilla, pero no estaba segura. No sabía qué hacer. Siendo consciente de que tendría que pasar allí cinco días, había llenado mi maleta de libros y cuadernos de dibujo. Y otra vez me equivoqué al ignorar el consejo de Mary, porque me sentía tan débil en ese momento, que incluso coger el lápiz me suponía un gran esfuerzo. Mi hermano cerró la puerta, tomando el último sorbo y luego empezó a comerse un bollo que sacó de una bolsa de papel.

—Qué rápido —dije sorprendida.

—No hay mucha cola a estas horas... —habló con la boca llena, sentándose en la silla en la que había pasado esa angustiosa noche.

Apartó el libro que había estado leyendo antes de dormirse. Era un texto sobre la terapia Gestalt, fuese lo que fuese aquello. Aunque estuviese de vacaciones, Robert tenía planeado escribir un ensayo para el curso siguiente, en un intento de continuar con la prórroga del servicio militar. Aunque lo más probable era que terminase declarándose a sí mismo un “insumiso”, como todos esos pacifistas que quemaban sus cartas de reclutamiento. El estado no podía castigarlos a todos. Eran demasiados.

—¿Sabes a quién me he encontrado en la entrada? —preguntó.

Negué con la cabeza, curiosa.

—A James —respondió sacudiéndose el azúcar de la mano.

James era amigo de mi hermano. Era un chico de la edad de Richard que había dejado el instituto. No sabía en qué momento ni bajo qué circunstancias se habían conocido.

—¿Qué le pasaba? —pregunté sin mostrar mucho interés. Aquel chico no terminaba de gustarme.

—Tuvo una apendicitis, hace dos semanas. Ahora ha venido a quitarse los puntos —negó con la cabeza, casi sorprendido—. Llevaba meses sin saber nada de él, no esperaba verlo aquí.

Cogió uno de los libros que me había llevado para entretenerme. Estaban apilados sobre una mesa a mi lado. Me parecía que relajaban el ambiente. Dejó el ejemplar que acababa de coger sobre su regazo y me miró con aire distraído. Como si quisiera leerme la mente. En ese momento pensaba en James, el holgazán que no estudiaba, no trabajaba y no aportaba nada a la sociedad. Siempre lo había imaginado como a alguien problemático. Pero lo cierto era que sólo conocía de él lo que Robert había contado en casa. Siempre se me hacía raro que no quisiera que lo conociésemos. Durante un tiempo pensé que se avergonzaba de mí, que no era más que una enferma. Me equivocaba. Mi hermano nunca pensaría eso de mí.

Abrió el libro, rozó las esquinas de las páginas con la yema de los dedos y suspiró pesadamente.

—Las personas no son como tú piensas —dijo sin mirarme. 

No contesté. Sí que sabía adivinarme el pensamiento.

La estrella que más brillaTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang