29. Hortensias

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Me encantaba el verano. Mis hermanos y yo solíamos jugar con la manguera, en el jardín y Richard solía llorar si Robert le lanzaba un chorro de agua a los ojos. Pasábamos muchos veranos jugando en el césped, bajo la vigilancia de nuestra madre. Era el único momento del año en el que podía disfrutar de un poco de libertad.

Ya se había cumplido un año desde que me diagnosticaron el linfoma, un año desde que comencé la quimioterapia. Era una fecha de la que todos éramos conscientes. El infierno que había vivido el año anterior había quedado grabado en mi piel, en forma de cicatrices y era imposible ignorarlas. De todas formas, no quisimos dar demasiado peso a lo que significaba junio para nosotros ahora. Decidimos cenar en familia durante el solsticio de verano, aunque Richard se iría con sus amigos, después de aquello. Quise ayudar a Mary a preparar una ensaladilla rusa. Me senté a su lado, pelando patatas, mientras ella las cortaba en cubitos. Sobre la mesa de la cocina había una maceta de hortensias, que había reemplazado a los nardos de plástico.

Giré la cabeza hacia la ventana. En el jardín, mis hermanos intentaban plantar en la tierra a un pobre espantapájaros que habíamos vestido entre todos con harapos. Sus brazos, hechos con un mango de escoba vieja, se agitaron por el viento antes de caer sobre el césped. Habíamos hecho un pequeño huerto, en el que teníamos planeado plantar calabazas o sandías, dependiendo de la temporada.

Mi padre volvió del trabajo por la tarde. Tenía los resultados de la última radiografía que me había hecho. Fue la primera en casi un mes. Entró en casa como remolino de nerviosismo. Cogió a Mary y se encerraron su cuarto para hablar. Me dejaron en la cocina, terminando de limpiar el desastre que habíamos organizado al cocinar. No podían dejarme allí, de aquel modo. Me acerqué a la puerta para escuchar lo que decían. Sólo oí el sonido de sus voces, un murmullo indescifrable. Salieron media hora después. Mary se sonaba la nariz. Mi padre vino a sentarse enfrente de mí, en el salón, que era donde me había ido a refugiar, presa del pánico. Dejó sobre la mesita del café una hoja de papel. Era la radiografía de mi pecho. La marca blanca se había expandido notablemente.

—He hablado con tu médico. No sabemos que es esa mancha, pero quieren hacerte una biopsia para descartar cualquier posibilidad.

Aparté la mirada de la radiografía. Sentí como las paredes de salón se encogían a mi alrededor. Los colores cálidos de la sala se convirtieron en llamas que no tardaron en quemarlo todo. Ardí con los muebles.

—Evolet —mi padre seguía allí, sentado en una butaca—, no pasa nada. Sólo queremos asegurarnos.

Tragué saliva, él se levantó sujetando la radiografía. Le temblaba la mano.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now