24. Brezos para el jardín

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En el hospital mejoré rápidamente. La fiebre bajó en unas pocas horas. De todos modos, mi médico prefirió que pasara la noche allí. Era más seguro. Yo seguía pensando en mi madre. Estaba ausente. Había sido tan real que, cuando dejé de delirar, aún continuaba preguntándome donde estaría ella, porque no me había acompañado. A las siete, como todos los días, me llevaron la cena. Miré a Mary. Roía un muslo del pollo asado que había comprado mi padre antes de venir. Mi comida consistía en un poco de arroz cocido con salmón. Robert había bromeado, diciéndome que comía mejor que en un restaurante. Tomé el primer bocado, mientras todos hablaban de sus cosas. 

Recordé el día en el que mi padre nos presentó a su futura mujer. Fue un poco después del tercer aniversario de la muerte de nuestra madre. Cuando al fin pudo dar con nuestra casa, nadaba en un mar de sudor y los polos que nos había llevado parecían zumo caliente. Lo primero que vio Mary al abrirse la puerta principal, fue a mi hermano Robert, que pasaba por su fase de activista inconformista y se escondía detrás de su largo flequillo castaño. Acababa de tatuarse la flor que llevaba nuestra madre en el brazo, en contra de los deseos de mi padre y Mary lo saludó calurosamente, tal y como se hace en el sur. Se ganó su simpatía al instante, alabando el tatuaje.

—¡Ha llegado tu novia! —gritó Robert sin darle importancia a la mujer con el maquillaje corrido que parecía haber corrido una maratón.

Mi padre salió de la cocina con su porte galante. Nos habíamos pasado los cuatro toda la mañana limpiando la casa. Ahora podíamos decir que de verdad no quedaba polvo ni en una esquina. Nos llamó a Richard y a mí, que esperábamos en el sofá, esperando a representar la pantomima que habíamos estado practicando. Mi padre era un hombre tímido. Sólo había salido con nuestra madre y quería que todo saliese bien. Entonces vi a Mary por primera vez. No tenía nada en común con mi madre. Ella tan grácil y delicada. Mary opulenta y con las orejas cargadas de pendientes. Se dieron un beso cohibido en la puerta y luego mi padre la guio hasta el comedor. 

—He preparado el pastel de carne que solía hacer mi madre —dijo mi padre en cuanto la invitada hubo tomado asiento.

No pude evitar la risotada que solté entonces. Lo que había cocinado mi padre era un pastel de carne congelado, que compró Robert unas horas antes de que Mary viniera.

Mi padre sacó la cena del horno y la sirvió. Mary lo felicitó. Se nota que es casero, decía entre bocado y bocado. Mis hermanos y yo sólo podíamos reprimir carcajadas. Nuestro padre nos miraba desde la otra punta de la mesa, reprochándonos ese comportamiento tan vergonzoso. Después de la cena quisimos comer los polos que mi padre había intentado resucitar con ayuda del congelador, pero al final desistimos. Antes de marcharse Mary nos miró seria.

—La próxima vez llevaré unos brezos para el jardín.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now