31. Arco de madreselva

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Verano de 1972.

El año siguiente pasó rápidamente. No porque hubiese sido fácil, qué más quisiera, sino, porque dando bandazos entre mi casa y el hospital, había perdido la noción del tiempo. Sentía que los dos años que llevaba en tratamiento me habían sido robados de la forma más cruel posible y que nada ni nadie podría devolvérmelos. Había perdido muchas cosas y parecía que nunca fuese a terminar.

En cuanto se supo que el autotrasplante no había funcionado, regresé a la quimioterapia y también a la radioterapia. Durante ese verano probé varios tratamientos, muchos de ellos experimentales. Fueron dos o tres, con sus debidos ciclos. Me dejaron hecha polvo. No tenía ni un momento de respiro y llevaba tanto tiempo de aquel modo, que apenas podía recordar mi aspecto antes del cáncer. Pensaba mucho en la persona que podría haber sido, de no haber enfermado. ¿Cómo me habría ido en el instituto? Ya había cumplido los diecisiete años y al resto de mis compañeros les tocaba interesarse por la universidad. Incluso Jennifer lo había hecho. Ella todavía no tenía claro qué quería estudiar. Yo sí lo sabía. De haber podido, habría estudiado geología. Así que pasaba largos ratos fantaseando sobre esa vida ficticia, en la que yo estaba bien e iba a clase, o salía con mis amigas, suponiendo que hubiese conocido a más gente. Luego regresaba a la realidad, sintiendo el peso del catéter sobre el brazo, el frío en la cabeza pelada. No podía escapar de aquello.

Durante la larga temporada que pasé en el hospital, me abandoné completamente. Comenzó con algo inofensivo, como que ya no podía comer. Me pusieron la alimentación intravenosa y después de aquello dejé de caminar. Simplemente no tenía fuerzas para hacerlo. Era Mary la que me ayudaba a ir al baño y la que me lavaba, porque me era más fácil pedírselo a ella que a un enfermero. No necesitaba decirle nada. Ella me cuidaba como lo hubiese hecho mi propia madre en la misma situación y yo me dejaba hacer. Ya ni siquiera me levantaba cuando las enfermeras me cambiaban las sábanas. Mi padre tenía que sujetarme mientras alguien deslizaba la bajera limpia bajo mi cuerpo.

Poco antes del invierno, me hicieron nuevas pruebas. El tumor había mantenido el tamaño y el médico me había explicado que era poco probable que disminuyese. Sin embargo, estaba preparada para el trasplante. Creí que me alegraría al escuchar la noticia, pero sólo noté una sensación de vacío en mi interior. Ese trasplante era la última opción que quedaba para mí y mi padre lloró en la misma consulta, cuando el hematólogo lo dijo. Me mandaron los que serían mis últimos ciclos de quimioterapia y me dijeron que estuviese tranquila, que ya había un donante compatible conmigo y que todo iría bien.

Y haciendo quimioterapia pasé Navidad, Año Nuevo e incluso San Valentín, que nunca había significado nada para mí, pero que igualmente hubiese preferido pasar en mi casa. Fue entonces, cuando comencé a vislumbrar la luz al final del túnel, cuando cancelaron el trasplante. No lo aplazaron. Lo cancelaron. Había hecho seis ciclos de quimioterapia, pero no estaba lista. Las radiografías mostraban un tumor más crecido. Decidieron enviarme a casa por un tiempo. Me derrumbé, porque ni siquiera los especialistas sabían qué pasos seguir ahora.

Las personas que sufrían el mismo linfoma que yo, tenían unas probabilidades muy altas de curarse. Incluso sin medicación, la esperanza de vida era de unos cinco años, aproximadamente. De todas formas, en la mayoría de casos el tratamiento solía tener respuestas positivas. Mi padre no comprendía por qué no podía ocurrirme lo mismo a mí. ¿Por qué tantas negativas? Se enfurecía al pensarlo y también al darse cuenta de que habían tardado demasiado tiempo en diagnosticarme y que la falsa remisión podía haberse evitado. Eran varias cosas que hacían mella en él. Ya no podía seguir escuchándolo.

Pasé unas semanas en mi cuarto, recuperándome. Aunque no mejoré en absoluto. Dormía mucho y me abstraía oyendo los sonidos que me rodeaban. Era algo que me había ayudado a afrontarlo desde el principio y me reconfortaba. Jennifer seguía hablándome de las cosas que hacía, siempre que venía a verme. Me contaba cómo era la prueba de acceso a la universidad. O que si no sabía si se tomaría un año sabático. Yo la escuchaba en silencio. El tiempo de las visitas se reducía cada vez más, porque yo me cansaba enseguida. Entonces Robert venía a buscarla y yo podía acurrucarme entre las mantas, lista para pasar varias horas con los ojos cerrados, sin dormir, realmente. Recreaba en mi mente el arco de madreselva que habíamos hecho crecer en el jardín, cuando creí que me estaba curando y se me empañaban los ojos. Notaba que no quedaban muchas cosas que me atasen a Jennifer. Se había convertido en una extraña para mí, porque me era imposible visualizar nada de lo que me decía. Apenas recordaba cómo era el instituto.

James también venía muy a menudo. No me producía la misma sensación agridulce que Jennifer. Quizá fuese porque ya estaba enferma, cuando lo conocí, de modo que todas nuestras vivencias estaban vinculadas al cáncer. Él había estado allí. Desaparecía, de vez en cuando, pero comprendía que en algunas ocasiones lo hacía por necesidad. Lo entendía y quería poder permitirme su mismo lujo de coger el coche y conducir muy lejos. Para cuando terminé también con ese desastroso último ciclo de quimioterapia, James venía casi todos los días. La mayoría de veces sólo se sentaba a los pies de mi cama, con Nugget en el regazo, ofreciéndome su compañía silenciosa, que era lo que más necesitaba en ese momento. Había muchas cosas que quería decirle, pero no podía formular las palabras. Sentía una mezcla de abatimiento y dejadez que, en un caso como el mío, no podía ser buena. Una tarde, James me dijo que no me preocupase y me tranquilizó bastante. Sabía que de verdad no tenía ningún motivo para preocuparme, en el caso que se hiciese realidad el peor de los escenarios. Más tarde salió al pasillo, donde lo esperaba Robert, y los dos se abrazaron. Mi hermano escondió la cara en el hueco de su cuello, como si para él fuese el lugar más seguro del mundo y tuve la certeza de que era la imagen más tierna y triste que había visto nunca en ese pasillo.

Richard comenzó a pasar más tiempo con nosotros. Aunque yo no cenase en la mesa, mi familia sí lo hacía, y él estaba allí, sentado con ellos. Hacía mucho tiempo que no se iba con sus amigos y era algo que, de alguna forma, apreciaba. El saber que estaba en su cuarto y no en la calle me hacía pensar que mi familia se había vuelto más unida. Era reconfortante, como ellos tuviesen un mundo aparte del mío, en que no todo se centraba en cuidar de mí. No quería ser una carga, pero me había convertido en una inevitablemente, al dejarme ir de aquel modo.

Antes de que empezase el verano, me mandaron a hacer una biopsia. Esa clase de cirugías nunca me habían ido mal, pero después de aquella desperté en la UCI. Había sufrido un paro cardiorrespiratorio en el quirófano y no habían podido sacarme tejido para analizar. Estaba demasiado débil. Comprendí que estaba muy cerca de morir, que podía haber ocurrido en la mesa de operaciones. Me ingresaron durante un tiempo indefinido, por el simple motivo de que ya no podía estar en casa, sin la debida atención médica. Podía sufrir un colapso en cualquier momento. Mi padre pidió una baja y no se despegaba de mí. Pasaba horas y horas sentado a mi lado, levantándose de vez en cuando para estirar las piernas.

—Creo que deberíamos dejarlo —murmuré la mañana en la que me trasladaron a mi nueva habitación. Apenas me quedaban fuerzas en el cuerpo y me costó horrores formular esa frase.

Él me cogía la mano y la apretó un poco, sin querer. No sabía qué decirme. Me miró por un momento, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Sólo están evaluando tu caso. Van a encontrar la forma de curarte.

Dejé que siguiera hablando. No dejaba de repetir lo mismo desde hacía meses y no valía la pena decirle que el tratamiento sólo contribuía a agravar mi estado. Él se pasó la mano libre por la cara y yo cerré los ojos. No quería morir en el hospital. No me lo había planteado hasta el momento, pero yo quería morir en algún lugar bonito, como en mi jardín. Le pedí a mi padre que me llevase a casa otra vez y él me lo prometió.

—Iremos a casa, en cuanto te den el alta.

Pero no había tiempo. Lo presentía con tanta fuerza, que casi quería rogarle que me sacase de allí. Sin embargo, no lo hice. No me parecía correcto.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now