DOS

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Sus gritos moribundos no me ayudaban en lo absoluto a pensar con cabeza fría. Al contrario, me ponían más nerviosa de lo que estaba. Quería abofetearlos para que se callaran de una buena vez por todas. No lo hice, consciente del dolor que les carcomía el cerebro. Quería tener la facultad de entender que les afectaba tanto. Como cuando un psicologo invade la privacidad de los pensamientos y deseos humanos. 

Traté de salir primero del coche. Los bajaría uno por uno mientras la ambulancia llegaba a socorrernos. La mujer al teléfono me pidió que no los moviera. Pero ¡Joder! ellos no se daban prisa y ya me estaba empezando a irritar. Así que me moví de mi asiento en busca de la puerta, pero me detuvo el estremecimiento del auto, que estaba a punto de ser tragado por el precipicio. Me sobresalté. Mi corazón se aceleró. El ritmo cardíaco estaba a 1.000 y la respiración se sintió entrecortada. Pude ver como mi caja toracica se contraía una y otra vez haciendome sentir como una estupida. Sufrir un infarto fulminante o quemarme cuando el carro estallara al hacer contacto con el fondo del precipicio. Ambas parecían muertes dolorosas. Así que me mantuve estática y respiré pausadamente a la espera de los rescatistas.

No muy lejos de donde estábamos, se escuchó un alboroto de sirenas y luces intermitentes que se podían entrever en la lejanía. Me tranquilice de momento.

—Resistan. Ya vienen por nosotros —traté de ocultar mi angustia.

—¡Harriet, duele mucho! —y volvieron a emitir aquella voz sincronizada que me daba escalofríos.

«No se qué tan grave sea, pero deben estar sufriendo mucho», pensé. 

Las luces de las patrullas, las ambulancias, y el carro de bombero nos enfocaron. Sentí una molestia y un cosquilleo en la retina.

—¡Por aquí! ¡Por aquí! —grité.

Entonces, un oficial de policía bajó rápidamente con otro de sus colegas y se dirigió hacia nosotros. Continuamente, Helen y Henry seguían aullando de dolor como locos.

—¿Qué les sucede? —el oficial preguntó.

—No lo sé. Íbamos hacia la ciudad y de repente se empezaron a quejar frenéticamente. Eso produjo que mi hermano soltara el volante y el auto perdiera el control —dije más calmada.

Luego le conté que estábamos en peligro, ya que el árbol que nos aguantaba, estaba a punto de colapsar. Se retiró de la ventanilla y encendió la linterna para comprobar con sus propios ojos la situación. Luego, volvió el rostro hacia su compañero, ordenandole que informará a los bomberos.

Comencé a idealizar el rescate. Primero que todo, debían jalar el auto con una especie de cadena anclada en la parte trasera para poder alejarlo del peligro inminente. Con el movimiento del carro de bomberos se lograría la hazaña. Así el árbol descansaría finalmente y nosotros estaríamos a salvo. Luego de salvarnos, los paramédicos se encargarían de llevarnos al hospital. Aún así, no me importaba ser atendida. Sólo tenía unos golpes y unas pocas heridas.

Después de minutos de ingenio y precisión, escuché el arrastre de las cadenas a la espalda del coche. Era una señal concreta de que la labor de rescate empezaba, y al instante sentí como el carro era arrastrado. Las llantas repicaron sobre las protuberancias del suelo y desde arriba se aplicó potencia en los motores. Fue una dura tarea, sacarnos de allí y luchar contra la fuerza de gravedad que se colgaba debajo como un ancla en el fondo del mar.

Luego de que el carro de bomberos había logrado estabilizar el auto, los paramédicos fueron el siguiente equipo de rescate en hacer presencia. Ansiosa por una valoración médica para los chicos, intenté abrir la puerta del lado del asiento en donde estaba. Parecía estar atorada con el seguro. Supuse que fue por el estremecimiento del accidente.

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