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× TACTO ×

Gabriela no se molestó en tocar la puerta de la habitación de su hijo antes de entrar. Era muy temprano y esperaba encontrarlo dormido. Nada más quería observarlo, constatar que estuviera bien, verlo descansar como cuando aún era un bebé y le apretaba los dedos con sus pequeñas manos. No planeaba enviarlo a la escuela tras tan agitado día, quería que se recompusiera. Pero cuando se acercó lo suficiente notó que estaba despierto. Le daba la espalda, pero su respiración no era lenta y pesada. Más bien rápida e irregular.

—¿Ren?

Apenas terminó de pronunciar su nombre, Ren se incorporó y sentó monótonamente en la cama, observando un punto vacío en el cuarto. Tenía la mirada inusualmente oscura, y su rostro estaba pálido, demacrado, con suaves ojeras verdosas que hacían la ilusión de que sus ojos estaban más hundidos en sus cuencas, succionados por el cansancio.

—¿Estás bien?

Gabriela se sentó a su lado, y no obtuvo una respuesta. Su hijo no estaba ahí. Ren estaba perdido en otro plano completamente alejado, sus pensamientos los ocupaba otro mundo u otro tiempo déjandolo tan ageno a la realidad que al sentirla posando una de sus manos en su hombro izquierdo se sobresaltó y apoyó en el respaldo de la cama asustado, alejándose de ella y del contacto bruscamente.

Gabriela se sorprendió por esa inesperada reacción y recogió la mano hacia su pecho como si hubiese tocado algo demasiado caliente. Ren tenía los ojos muy abiertos, la respiración agitada y repentinamente se encontró temblando. Sus labios estaban secos, agrietados y tiritaban violentamente; como si estuviera hablando pero sin articular ni una palabra.

—Tranquilo, ¿qué sucede?

«A ella no le importas», señaló la voz venenosa, tan real y tan falsa. «Ella no te cuidó, ella te llevó con ese sacerdote. Tu querida mamá no notó tus miradas suplicantes cada vez que se despedía de ti cuando te dejaba en los cursos de catequesis».

—Nada —respondió, tratando de ignorar la despiadada voz que parloteaba.

—¿Qué pasó ayer Ren? ¿Logras recordar algo? —indagó Gabriela con cautela por el alarmante estado de su hijo, por sus inquietos ojos que no podían mantenerle la mirada.

«Anda, dile. También dile lo que pasaba frente a la pintura, dile cómo te causaba escalofríos el frío collar del crucifijo cada vez que tocaba tu piel. Hará lo mismo que tu padre, dile, dile que Ian te quemó, dile que te atravesó la mano con un lápiz y te ordenó que callaras como lo hizo el sacerdote. Dile lo que viste en el callejón ese día para que ella termine igual que aquel hombre».

—Yo no vi nada, no lo sé, no me pasó nada, no lo sé —balbuceó bajando de la cama apartándose de su madre que había tratado de tomarle el brazo.

Abrazó a su pecho su mano lastimada, dándole la espalda a su madre con el rostro en dirección a la puerta del baño. Tenía una sensación de asfixia agobiante apoderándose de su garganta, y rogaba a sus adentros que esa voz tan cruel y sin miramientos guardara silencio. Le dolía la cabeza y sentía náuseas, sentía que las paredes giraban a su alrededor y mirando un punto fijo era la mejor manera de controlarlo.

Gabriela se percató vagamente de que Ren estaba más delgado. Pensó que era un efecto visual por su palidez, que debido a las ojeras se le notaban las mejillas un poco succionadas.

—No me siento bien, tuve una mala noche por el dolor de la mano —dijo Ren haciendo un gran esfuerzo para que no le flaqueara la voz, mintiendo con destreza. Sin darse cuenta se volvía una costumbre.

«Dolor de mano, mano», se burlaba la voz, un poco más lejana. «No necesitas excusas, a ella no le importa, a nadie le importas, por eso te creen».

Sí, SeñorOnde histórias criam vida. Descubra agora