[021] - La importancia del dolor

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CONTENIDO SENSIBLE

—💀—

—El dolor es algo con lo que hemos nacido Ian.

Con sus manos sujetó con firmeza al pequeño animal de ojos asustados. Lo presionaba contra la blanca mesa fría del garaje. Ian tenía los pantalones llenos de barro fresco, al igual que la camiseta.

—Si has comenzado algo, debes terminarlo. No sientas con él, porque tú eres superior —dijo el hombre.

Ian apretó los labios y ciñó su mano en el cuello del conejo. El roedor, con sus ojos fuera de sus órbitas por el miedo y la desesperación; apoyó sus patas en el antebrazo de Ian y pateó y le rasguñó con profundidad la piel.

Su joven agresor inmediatamente deshizo el agarre y el conejo saltó de la mesa aprovechando su oportunidad buscando una salida del garaje.

El chico en lugar de lloriquear por los cortes sangrantes en su brazo, se enfureció y tomó el cuchillo que esperaba en manos del hombre que lo acompañaba. Corrió y derribó en su camino mesas, estantes y herramientas hasta que encontró al conejo tratando de pasar a través de un pequeño agujero en una esquina del lugar.

Sigilosamente se posicionó y con todas las fuerzas que puede tener un niño de diez años clavó el cuchillo en el lomo del animal.

El conejito se volteó y agitó, moviendo apenas sus patas traseras. Luego intentó arrastrarse valiéndose de sus patas delanteras dejando un rastro de sangre por el pulcro suelo grisáceo.

Ian lo tomó de las orejas y lo llevó de vuelta a la mesa en donde lo estampó haciendo saltar la sangre hacia todas direcciones, incluyendo su rostro. Retiró el cuchillo haciéndolo chillar y lo levantó con intenciones de acabar con su vida, pero se detuvo en media acción recordando el punto más importante que jamás —según su instructor— debía olvidar.

—¿Cuál es el objetivo, Ian? —preguntó el hombre.

—Que conozcan el dolor, para que logren entender su importancia.

—Esto lo hacemos por ellos, Ian —aclaró y le tomó la mano que sostenía el cuchillo para guiarlo a la base del estómago marrón afelpado del conejo—. Tienes que aprender también a disfrutarlo, pero nunca quites vida porque ellos deciden si aprenden del  dolor o acaban con él. Algunos son demasiado débiles, pero te encontrarás con uno que lo logre entender.

Ian enterró el cuchillo tan solo un centímetro dentro de la piel del animal y luego trazó un corte completo hasta su pecho. Metió sus dedos bajo la piel y comenzó a desgarrarla parte por parte, sujetando con su otra mano al roedor para controlar sus espasmos y bruscos movimientos con tal de zafarse.

Pero Ian no lo soltó, y tampoco se detuvo hasta que terminó de quitarle casi toda la piel del cuerpo. Para ese momento solo se retorcía y producía un extraño sonido mezcla de gemido y jadeo rendido.

Por último levantó el cuchillo que tenía a su lado con una de sus manos ensangrentadas y se lo clavó en el cuello acabando con la vida y el sufrimiento del conejo.

—Yo doy o quito vida si así lo quiero —murmuró.

El olor a alcohol era fuerte, se escuchaban risas desde todos rincones, la música ambientaba el lugar y una nube suave de humo de cigarrillo los envolvía a todos.

Lansberger tenía la manga izquierda de su camisa remangada hasta el inicio del bíceps, y suavemente acariciaba con la llema de sus dedos las largas cicatrices en su antebrazo pensando en aquel hombre, aquel garaje y aquel conejo.

—No es suficiente —repitió las palabras de Ren, dejando salir un suspiro divertido.

"¿Acaso no te basta conmigo?" le había preguntado Ren ese mismo día por la mañana. Se divertía con él, lo disfrutaba, pero ¿le bastaba? Por supuesto que no. Tenía que doblegarlo, hacerlo suplicar, destruirlo por completo; y para eso no tenía suficiente con él, necesitaba destruirlo a él y a quienes amaba.

—No esperaba que vinieras —dijo llegando el hombre que en primer lugar lo había convocado—. Es broma, sabía que lo harías.

Un bar no es un lugar donde comúnmente aceptarían a un adolescente de diecisiete años, pero con dinero y donaciones las personas mantienen la boca cerrada. O abierta, depende de la situación y la petición.

Ian lo escuchó, pero no le dirigió la mirada. Estaba concentrado en las cicatrices de su brazo que a lo largo del tiempo habían crecido por el estiramiento de su piel. Eran tres rasguños que iniciaban desde el interior de la muñeca y giraban terminando cerca del codo.

—¿Qué quieres, Paul? —preguntó.

El hombre sonrió mostrando sus dientes medio amarillentos y frotó sus manos de dedos torcidos.

—Hace mucho tiempo no me traes un chico Ian, y el último no fue tan bueno, pero sé que puedes conseguir maravillas —explicó entusiasmado.

Ian rió y levantó la mirada sin dejar de acariciar su brazo. Paul tenía la misma mirada de siempre: la de un degenerado. Pero tener degenerados en frente no era algo nuevo para él, más bien, era una costumbre.

—No tengo algo para ti por ahora —respondió.

—Es una lástima. De todas formas, ya sabes cómo me gustan. El último era muy agresivo, no pude sacarle provecho —dijo decaído—. Es una pena que se hagan los duros. Nos vemos.

Ian tomó la lata que tenía en frente y la levanto a sus labios, pero una sonrisa torcida se hizo presente. Bebió un último sorbo de la bebida que tenía entre sus manos y se retiró en calma del local, con un destino fijo.

No necesitaba hacerlo, pero quería atacar el punto más blando de Forden. Quería enfurecerlo y hacerlo estallar de impotencia, quería hacerle daño, y para eso necesitaba a su madre.

Esperó pacientemente gran parte de la tarde apoyado contra una pared de concreto. Fueron horas las que estuvo ahí, hasta que escuchó la puerta deslizante de la compañía de seguros abriéndose. Allí estaba Gabriela, saliendo con archivos en sus manos y sus anteojos bien puestos, cansada, queriendo llegar a su hogar y dormir durante una larga noche.

Ian caminó hacia ella, despistada, y sin cuidado alguno la embistió golpeándola con el hombro. Gabriela en un torpe intento de amortiguar su caída puso sus manos, ganando un corte por una imperfección del suelo.

—¿Qué es lo que te sucede? —inquirió levantando la vista hacia Ian, quien le sonrió casi amablemente.

Dio un paso y se agachó a su altura, asegurándose de que lo viera muy bien, de que recordara todas sus facciones.

—Perdóneme —dijo volviendo a sonreír.

Se levantó y con uno de sus zapatos pisó haciendo añicos los lentes de Gabriela, para luego caminar lejos de ella.

—¡Eres un maleducado! —vociferó Gabriela levantándose del suelo sobando su mano herida.

Ian volteó sin dejar de caminar y le dedicó una sonrisa encantadora, dando por finalizada su sana conversación.

Sí, SeñorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora