¿Quién necesita una pistola cuando tiene una escoba? - Parte 2

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Me miro al espejo pegado a la puerta del casillero. Es tan pequeño que apenas se me puede ver parte del torso, pero basta para darme cuenta del ridículo que hago vistiendo un delantal de cocina. Al agacharme para ver mi cabeza, la bolsa plástica para evitar que cabello caiga en la comida me recuerda al brócoli que ayer comí en la cena. 

Es un hecho connotado que me veo terrible, digno de señalar en burla.

La parte buena de esto es que Martin no está aquí para burlarse. O tomarme una fotografía y subirla a Facebook como la vez que lo hizo cuando me quedé dormido en su casa, sentado en un sillón, con mi cabeza pegada al hombro. Fabiola y Nora siguen fastidiándome con que me parecía a Stephen Hawking.

Pues bien, llegó lo que no deseaba que pasara: ocuparme de la cocina.

Dawn, la otra tipa sancionada con el servicio comunitario, también tendrá que ocuparse de la cocina. Ella comentó que tuvo un trabajo así anteriormente, lo que le da puntos de ventaja. Yo, en cambio, jamás he tenido la paciencia suficiente para tratar con tantas personas, aunque sea detrás de mesones.

En la cocina del hogar —una sala enorme con lo necesario para alimentar a los niños—, un hombre regordete nos indica qué debemos hacer, recalcando la importancia de la higiene. También nos pide que, sin importar lo mucho que los niños rueguen, debemos darles verduras. Los cocineros al terminar el menú diario preparan todo para que Dawn y yo empecemos a repartir platos.

El timbre suena. Gritos de niños corriendo no tardan en ser escuchados desde el pasillo. La puerta doble se abre de golpe, niños de todos los aspectos entran para coger cada uno una bandeja del carro. Luego se forman para recibir los platos.

Creí haberme acostumbrado a esto tras barrer...

Me pongo a pensar en el entrenamiento que mis locos padres me obligaron a hacer cuando les comenté lo mal que me sentaría estar en una situación como la de hoy.

Quizás debí tomarlos más enserio.

Dawn me chifla para sacarme del letargo que traigo encima. Señala con su cabeza a los niños y la bandeja, sugiriéndome con tal gesto que empiece a trabajar. El primer niño que tengo enfrente me está mirando extraño.

—¿Hola? —dice— ¿Es usted el señor de la escoba?

Lo que faltaba.

—No, ese señor está ocupándose de los baños.

—Oh. ¿Y sabe usted su nombre?

Pienso en el otro sujeto que está sancionado y le ha tocado barrer.

—Se llama Free.

El niño agranda sus ojos y forma una mueca entre el asombro y la felicidad.

—Eso tiene sentido... —pronuncia para sí mismo—. Free es libertad, por eso libera a los espíritus de los baños.

Blanqueo los ojos pasando de fantasmas del baño y señores de escobas para servir en el plato del niño una porción de puré y vienesa. Lo siguiente son las verduras: papas y tomate. Así estoy un momento hasta que me topo con otro niño. Este tiene el cabello rubio, unas pecas visibles y el semblante de un futuro adolescente desordenado, pues cuando le pregunto qué verduras quiere, chasquea la lengua al mismo tiempo que se cruza de brazos.

—No quiero verduras —advierte serio.

Pienso en lo que nos dijo el cocinero jefe sobre lo de las verduras y el ruego de los niños. Me pongo firme como de piedra para demostrarle al enano con complejo de principito que estoy al mando. Pero luego recuerdo que debo ser tranquilo, no espantar a más niños.

FelixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora