Capítulo 27: La tumba milenaria

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Voltar y Árides no habían visitado a Mabet y Ebet desde hacía varias décadas, lo cual no era extraño para ellos. Después de todo, ¿qué es medio siglo para seres antiguos e inmortales?

Justamente por eso, Árides había decidido llevar a su impaciente esposo para allá. Se comportaba como un simple mortal ansioso, como un crío que no puede esperar a que le traigan su postre. Ella lo entendía, hasta cierto punto, pero no dejaba de molestarle. Además de que temía que Voltar fuera a hacer algo estúpido ahora que estaban tan cerca...

Voltar había caminado en silencio todo el trayecto, a pesar de que les había tomado varias horas llegar. Ahora se encontraban a muchos kilómetros de Marfra, en una cueva cuya ubicación era desconocida para todas las criaturas de Gefordah y la Superficie, excepto para ellos dos.

Dentro, había dos pequeños altares rodeados de firios, unas flores fluorescentes de miles de colores que eran usadas en Gefordah para acompañar a los muertos, pues su vida era extremadamente larga y jamás dejaban una tumba a oscuras. Entre las flores, se hallaban dos urnas hechas de un tipo de cerámica antigua y cubiertas de diseños que, aunque el tiempo había borrado una gran parte de ellos, embellecían de gran manera ambos objetos.

El que contenía las cenizas de Mabet estaba del lado izquierdo y tenía un color predominantemente rojo, aunque los pétalos dibujados en ella eran blancos. En el caso de Ebet, su urna tenía un hermoso color azul cielo y el diseño tenía dibujos de distintos animales hechos con varias tonalidades más oscuras de azul y verde.

Voltar se aproximó a los altares y, con cada paso, sentía que una profunda tristeza mezclada con ira se apoderaba de su corazón. La sensación no había disminuido ni siquiera un poco a pesar de la inmensa cantidad de tiempo y muerte que lo separaba de sus hijos.

De hecho, tanto él como Árides estaban seguros de que, incluso si vivían miles de años más, el dolor que sentían jamás se iría y los seguiría atormentando para siempre.

—¿Por lo menos recuerdas cuánto tiempo vivimos con ellos? —preguntó Árides con la voz casi quebrada, pero manteniendo su postura orgullosa y fría.

—Sí, recuerdo cada día, hasta el último detalle —respondió Voltar. Se arrodilló frente a la tumba de Ebet y sintió que unas lágrimas involuntarias corrían por sus mejillas—. Fue demasiado poco, casi un parpadeo.

—¿Cuánto darías por un recuerdo más con ellos?

—Todo.

—¿Y por qué no lo tienes?

—Porque los humanos creen que son los soberanos de este mundo y que pueden hacer lo que les plazca.

—¿Han cambiado desde entonces?

—No.

—¿Y tú, amor mío, has cambiado?

—Sí.

Árides se acercó a Voltar y posó sus manos en sus mejillas mientras lo miraba firmemente a los ojos. No había un ápice de duda en sus ojos azules y Voltar sintió que la voluntad inquebrantable de su esposa lo poseía.

—Entonces, demuéstralo —dijo ella—. Demuestra que tienes la fortaleza y la sabiduría necesaria para gobernar a los humanos de una vez por todas. Que tu odio por el Caído te llene, pero no te ciegue, solo así lograremos destruirlo.

Voltar asintió con la cabeza y volteó a ver de nuevo las urnas de sus hijos fallecidos. Las imágenes de la última vez que los vio con vida pasaron por su cabeza y terminaron el trabajo que Árides había iniciado.

Ebet tenía veintitrés años cuando los encontraron los Iluvars de Marinor junto a un gran ejército de humanos que había despertado su Lenorbak

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Ebet tenía veintitrés años cuando los encontraron los Iluvars de Marinor junto a un gran ejército de humanos que había despertado su Lenorbak. Los soldados llevaban abrigos de piel y ropas ligeras para pelear y defenderse del frío, además de espadas, hachas y martillos que blandían amenazadoramente de un lado a otro. Al frente de ellos, estaban los tres Iluvars, liderando el batallón.

Dos eran hombres fornidos con largas cabelleras negras. Uno portaba una gruesa piel de oso que había utilizado para protegerse del frío mientras que el otro tenía su pecho desnudo y unos pantalones de piel de zorro. En medio de ellos estaba una mujer bastante alta y con una expresión agresiva y pintura de guerra en el rostro. También ella estaba vestida con pieles de animales, pero la calidad de estas era mucho mejor que la del resto.

Ebet abrazaba a su hermana y trataba de calmarla mientras sus padres se interponían entre los agresores y ellos.

—Maldito demonio de hielo —dijo la mujer, que parecía ser la de mayor rango, dirigiéndose a Árides—. Treinta de mis hombres murieron antes de llegar a este lugar. Me aseguraré que sean los últimos desgraciados en ser aniquilados por esta familia maldita.

—¡Tus hombres no tenían ningún derecho a entrar a nuestro territorio, humana! —dijo Voltar con furia—. Y todavía tienes el descaro de amenazarnos en nuestro propio hogar.

—¿Su hogar? —dijo la mujer y se escucharon gritos de protesta detrás de ella—. ¿Acaso los monstruos no viven en nidos y madrigueras? —otro rugido de los humanos la acompañó—. ¡Ustedes no son más que abominaciones de la naturaleza! ¡Existen para matar y causar desgracias! Nosotros estamos aquí para evitar que puedan levantar su mano contra Marinor otra vez, ¡ustedes o esos engendros que concibieron! ¡Los monstruos no tienen derecho a reproducirse!

—¡Mira quién habla! —exclamó Árides—. ¿Pretenderás que los ciudadanos de Marinor no han hecho nada para ganar nuestro odio? ¿Está lleno de santos tu pueblo? ¿Ignoras el daño que le hicieron a mis hijos cuando estos no eran más que unos niños?

—¿Niños? —repitió con sorna la mujer y los soldados se rieron—. ¡Son bestias! ¡No se les dañó lo suficiente si de todas maneras decidieron volver con sus diabólicos progenitores! Tuvieron la oportunidad de rectificar y la desaprovecharon. Ahora seremos nosotros los que impartiremos justicia.

—¿Ahora los humanos se creen con el derecho de impartir justicia? —se burló Voltar—. Entonces, inténtalo, patética criatura. Defenderé a mis hijos hasta el último suspiro...

No había terminado de hablar cuando una cadena apareció de la nada en la mano de la mujer y salió despedida hacia él. Como Ebet y Mabet estaban a sus espaldas, Voltar no pudo esquivarla, sino que la bloqueó con sus brazos y salió despedido varios metros en el aire, estrellándose con el techo de la casa en el camino.

—¡Métanse! —gritó Árides a sus hijos y estos obedecieron. Árides creó cuatro gigantescos muros de hielo alrededor de la casa.

Los Iluvars de Marinor se abalanzaron sobre ella, pero fueron repelidos por una poderosa bola de fuego que los mandó despedidos contra los árboles.

Voltar estaba completamente rodeado de fuego y sus ojos verdes se habían tornados rojos por la ira y las llamas. Saltó con velocidad hacia el poderoso ejército que tenía en frente, listo para pelear a muerte.

Árides lo siguió con la intención de morir a su lado si era necesario.

Árides lo siguió con la intención de morir a su lado si era necesario

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