XXXIII.

4.9K 292 10
                                    

—Alba, puedo llamar a Edu y decirle de ir el fin de semana que viene. En serio. Me estás preocupando.

La voz angustiosa de mi hermana me hace elevar mi mirada cansada hasta ella. Sus dedos acarician mi flequillo húmedo por culpa del sudor que no he parado de sufrir toda la noche. Cierro los ojos y me dejo apoyar en su pecho levemente. 

—No. Has luchado muy duro para esto. Tienes que ir, yo estaré bien.

En realidad, me siento tan terriblemente mal que no sé ni cómo voy a sobrevivir todo un fin de semana sola pero no quiero preocuparla y, sobre todo, que posponga una campaña como la que tiene por un maldito resfriado. 

Gordo. Pero resfriado, al fin y al cabo.

Sus labios en mi frente me recuerdan a cuando era pequeña y mamá me tomaba la temperatura. Y siento un dolor en mi pecho ante aquel recuerdo nostálgico con la sensación amarga de saber que aquello ya no volverá a suceder nunca más. 

—Vamos a la cama.

Me ayuda a ponerme de pie y salimos del baño, donde he estado como veinte minutos. Con suavidad, entro dentro de la cama y me acurruco. Me cobija entre las sábanas, el edredón y las mantas.

—¿Sigues teniendo frío? 

Asiento, con los ojos cerrados. 

—Voy a por el termómetro para ver si te ha bajado la fiebre un poquito.

La veo marchar por la puerta apresurada y vuelve en cuestión de unos minutos. Apenas me doy cuenta de nada, porque estoy medio dormida.

No he dormido nada esta noche.

He estado delirando y muriéndome de frío.

—Alba... Quizá deberíamos ir a urgencias.

—Estoy bien— repito en un susurro.

—No. No lo estás. Tienes cuarenta y medio.

—Duermo y se me pasa, de verdad— busco su mano y la aprieto. —Me apañaré. 

—Avisé ayer a Natalia...

—¿Qué?

—Le he dicho que venga a cuidar de ti pero puedo decirle que vaya ella, me represente. Si total, es un bellezón, no creo que le digan nada. No quiero dejarte así, con toda esta fiebre. No quiero, de verdad. Es que... ¿y si te pasa algo?

Veo que está por coger el móvil y hago un movimiento brusco que me hace soltar un fuerte gruñido.

—Si no vas a hacer esa campaña que tanto te ha costado conseguir, voy a cabrearme— le advierto con todo el mal humor que puede salirme en ese momento. —No seas tonta, ¿vale? He estado enferma en Francia y he sabido cuidarme sola... 

No he tenido cuarenta y medio, eso desde luego. Pero vamos, que me he encontrado mal y he sido un moco pisoteado. No me fue tan mal... creo.

—Entonces se queda contigo todo el fin de semana. No hay discusión en eso.

—Vale— acepto soltando un suspiro, derrotada.

No tengo energía. 

Mucho menos para discutir.

—Vale. 

Se queda sentada a mi lado y, el cansancio de mi cuerpo me lleva a quedarme dormida. 

Al abrir los ojos, de nuevo, desorientada y sin saber cuánto tiempo he dormido y qué hora puede ser, veo que está oscureciendo. La puerta está abierta, no se escucha ruido... 

—¿Marina?— mi voz apenas sale. 

El dolor de garganta me está matando. 

Si no fuese por el dolor de garganta, seguro que no tendría tanta fiebre. Estoy segura. 

—¿Marina?— repito en un intento de que me escuche si está en el salón. 

—¿Alba?

Mi mirada enfoca a la figura alta y pelinegra que entra por la puerta algo apresurada. Se agacha a mi lado y acaricia mis mejillas con el reverso de sus manos mientras me mira con la mirada más preocupada y llena de cariño que he podido verle en muchísimo tiempo. 

—¿Qué te pasa? ¿Necesitas algo? ¿Agua? ¿Ir al baño?— comienza a preguntarme rápidamente. —Te he hecho un poquito de cena para que puedas tomar algo para la fiebre y te quite los dolores.

Sonrío levemente. Parece un flan tratando de averiguar que es lo que me pasa. Saco mi mano, sintiendo el frescor de afuera. Pero encuentro con la suya que pronto me deja un suave apretón. Sus labios tocan aquella zona dejando un suave beso.

—Sólo quiero agua... Y quiero ir al sofá— susurro suave, en un intento de cuidar la garganta. 

—Vale. Pues vamos.

Me destapa. Me siento en la cama con cuidado, quedando largo tiempo sentada, con los pies en el suelo. Ella está arrodillada frente a mi, con sus ojitos mirándome y tratando de saber cómo moverse a mi alrededor. Me está dando una ternura que parece mentira que hace unos días estuviéramos...

—¿Estás mareada?— me saca de mis pensamientos.

—Un poquito...

—Puedo venir contigo aquí y ponemos una peli. Así no te levantas, ¿quieres?

—Estoy cansada de estar en la cama, Nat... Me duele la espalda— hago un puchero.

—Vale. Pues...

De repente, uno de sus brazos pasa por detrás de mis rodillas y el otro tras mi espalda. 

—¿Qué haces?— me asusto.

—Llevarte— me sonríe tan cerca que me quedo más embobada de lo que debería. 

Se levanta conmigo entre sus brazos y yo me aferro rápido a su cuello, ocultándome en la zona. La facilidad con la que me lleva me hace sentir pequeñita. 

Me deja con una suavidad en el sofá, tumbada. Me quedo mirándola fijamente mientras prepara la manta para ponérmela por encima y evitar que me dé frío. 

—¿Por qué no paras de mirarme?— me sonríe.

Niego, con una sonrisa. Y se acerca, dejándome un beso en la frente. 

—Tienes fiebre— murmura tras separarse. —¿Te apetece un poquito de sopa?

—¿Has hecho sopa?

Creo que acaba de ver ilusión entre tanto cansancio.

—Claro. Sigue siendo tu comida favorita, ¿no?

Asiento, sintiendo una presión en mi pecho, repentina.

¿Por qué de repente quiero llorar?

Odio estar enferma. 

Me pone demasiado sensible.

Por suerte, Natalia se va a la cocina y yo me oculto bajo la manta para comerme las lágrimas y evitar que, para cuando vuelva, me encuentre siendo un moco llorón.

never really over | albalia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora