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«¿Dónde diablos estoy?», pensó Kagome cuando recobró el conocimiento. Abrió un ojo y luego el otro. La alcoba estaba en penumbras y su única fuente de luz era una vela solitaria que ardía sobre una mesa en el otro extremo de la habitación.

Y entonces Kagome oyó un sonido similar al de un cerdo gruñendo. Se sentó de golpe en la cama, dispuesta a plantarle cara a lo que fuera que estuviera con ella en la habitación. Pero era sólo Hojo, que dormía a pierna suelta y roncaba recostado sobre un enorme almohadón. Por lo visto, el que la había adquirido, quienquiera que fuera, también había comprado al hombrecillo. ¿Cómo podría escapar si Hojo la vigilaba? Pero el eunuco era un celador incompetente. Ya lo había comprobado varías veces en el castillo de la Doncella. Se le ocurrió una idea escandalosa, y una sonrisa cruzó su semblante.

Kagome se levantó de la cama sin reparar en su desnudez y buscó a tientas en la oscuridad de la alcoba. Al cabo de unos segundos encontró lo que quería: un baúl. Se agachó, lo abrió y comprobó que estaba lleno de ropa de hombre. Sacó un pantalón negro, una camisa, un kufiyah y varios fajines. Cogió tres fajines, se acercó de puntillas a Hojo y se arrodilló a su lado. Con uno de los fajines le ató los tobillos y luego volvió a la cama.

—Hojo —lo llamó Kagome con voz débil.

Los ronquidos continuaron.

—Hojo —insistió un poco más fuerte.

El eunuco soñaba con su fortuna y poco a poco empezó a emerger a la conciencia.

—¡Hojo! —exclamó Kagome, y luego añadió con voz quejumbrosa—. Te necesito...

Hojo despertó por fin, y se puso en pie.

—Tengo noticias maravillosas, mi señora —balbuceó el hombrecillo lleno de alegría mientras se dirigía hacia la cama—. El príncipe ha...

De pronto Hojo trastabilló y cayó de cara al suelo. Quedó aturdido e inmóvil, gimiendo suavemente.

Kagome saltó de la cama y se abalanzó sobre el eunuco. Utilizó otro fajín para atarle las muñecas a la espalda. Lo giró y dio un respingo al ver que le sangraba la nariz. Asustada, rogó no haberle hecho mucho daño al hombrecillo.

—Lo siento si te he hecho daño —se disculpo escudriñándole la cara. Hojo abrió la boca para contarle que el príncipe había decidido casarse con ella, pero Kagome lo amordazó con el tercer fajín.

Luego se incorporó y se dirigió al otro extremo de la alcoba, donde se puso los pantalones y la camisa. Se ató un fajín alrededor de la cintura a modo de cinturón y luego se dobló las perneras por encima de los tobillos. Se recogió la espesa melena azcabache en una gran trenza y la ocultó dentro de la camisa por detrás. Se envolvió la cabeza con el kufiyah y se cubrió casi toda la cara. Volvió hacia Hojo y se arrodilló junto a él.

—Necesito tus botas —le susurró.

A través de la mordaza, el eunuco emitía unos graznidos sofocados.

—Las cojo en préstamo —añadió Kagome, recordando el duro castigo que se infligía por robar— Te las devolveré. —Le quitó las botas y se las puso, ignorando los graznidos del hombrecillo.

¿Dónde estaría la salida? La alcoba tenía dos puertas, y una de ella conducía a un jardín. Tal vez fuera esa su mejor alternativa.

—Te agradezco todo lo que has hecho para ayudarme —le susurró a Hojo antes de marcharse—. Que Dios te bendiga.

Kagome cruzó la alcoba rápidamente, abrió la puerta de cristal y salió al jardín. Al menos había conseguido escapar al exterior. Quería encontrarse lejos de allí antes del alba, así que decidió que la forma más rápida de huir sería a caballo. Pero ¿donde quedaban los establos?

Esclavizada +18 ιηυуαѕнαWhere stories live. Discover now