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La mañana siguiente Kagome despertó con la sensación de que su vida había cambiado, de que acababa de ocurrirle algo maravilloso. Y entonces lo recordó: su príncipe la había convertido en su princesa. Bostezó, se desperezó y se dio la vuelta. Su esposo no estaba en la cama ni en la tienda.

La voz del príncipe dando órdenes a sus hombres le llegó desde el exterior. Feliz con las nuevas circunstancias de su vida, Kagome se recostó en los almohadones. Sonrió y cerró los ojos. Sus pensamientos vagaron hacia la noche anterior. Casi podía sentir sus labios sobre los de ella, su mano acariciándola íntimamente, su cuerpo al cubrirla y poseerla... Kagome se ruborizó. De nuevo sintió que sus labios cálidos la besaban. Lo sentía tan real...

—Despierta, mi bella durmiente —murmuro Inuyasha a unos centímetros de sus labios.

«Las ensoñaciones no hablan en voz alta», pensó Kagome, y abrió los ojos. Sonrió al ver a su esposo.

—¿Por qué se tiñen de rosa tus mejillas? —preguntó Inuyasha—. ¿En qué piensas¿O es que tus pensamientos te pertenecen sólo a ti, como cierta vez dijiste?

Kagome se incorporó y dejó que la manta se le deslizara hasta la cintura, descubriendo sus pechos ante la mirada de Inuyasha.

—Yo... yo quiero... —Se interrumpió avergonzada de continuar.

—¿Qué quieres? Dímelo y es tuyo.

Kagome se inclinó para besarle la mejilla de la cicatriz, y deslizó la mano hacia su entrepierna.

—Quiero volver a estremecerme con tu calor...—dijo finalmente, recordando las palabras de su prima sobre el acto del amor.

Inuyasha la atrajo hacia sí y le dio un beso largo y dulce. Luego dijo:

—Me encantaría acurrucarme contigo más que ninguna otra cosa en el mundo, pero no tenemos tiempo para ello. Mis hombres están impacientes por emprender la marcha. En cuanto lleguemos a Estambul tendremos toda la eternidad para deleitarnos mutuamente.

Inuyasha sonrió al ver la desilusión dibujada en el rostro de su esposa. Le plantó un beso en cada uno de sus perfectos pechos.

—Hay comida en la mesa, una jofaina de agua tibia para lavarte, y ropa limpia —dijo—. Si necesitas otra cosa, busca en mi bolsa o en el baúl. —Le dio otro beso y se marchó.

Kagome se levantó, se lavó y se puso el caftán. Inuyasha le había dejado un yashmak negro, pero prefirió ignorarlo. Postergaría el momento de ponérselo hasta el final. Se calzó las botas que había tomado «prestadas» de Hojo y luego se hizo una gran trenza en el cabello.

Cruzó la estancia, se sentó a la mesa en uno de los almohadones, y echó un vistazo al desayuno. Había olivas, tortas de pan, queso de cabra y huevos duros.

Kagome peló dos huevos, los cortó por la mitad y se comió sólo las yemas. Había muy pocas cosas que detestara tanto como la clara de huevo. Mientras tomaba las tortas de pan con queso, Kagome disfrutaba oyendo a su esposo dar órdenes a sus hombres.

Después del desayuno, volvió a la cama, pero se ruborizó al ver las diminutas manchas de sangre que había en la sábana. Su sangre virginal. Al poco rato decidió escribirle una carta a su madre; la enviaría cuanto llegaran a Estambul.

Kagome hurgó en la bolsa de su esposo y luego en el baúl, donde encontró papel y plumilla. Sentada a la mesa, escribió una relación de todo lo ocurrido desde que Sango y ella habían zarpado de Inglaterra. Se inventó que habían sido rescatadas de manos de unos secuestradores por un príncipe otomano, y agregó que no había tardado en enamorarse de él y que acababan de casarse. Era feliz con su esposo y tenía la intención de quedarse donde estaba. El príncipe Inuyasha era un hombre severo y muy apuesto. Bajo la fiereza de su exterior se ocultaba un corazón amable. Y él la amaba.

Esclavizada +18 ιηυуαѕнαWhere stories live. Discover now