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El orgullo que Inuyasha sentía por su esposa duró menos de dos días.

La segunda mañana después de visitar el palacio de Topkapi, Kagome se sentó a la mesa en su alcoba y disfrutó de un desayuno que incluía yemas de huevo. Hojo, recobrado de su ataque de urticaria, estaba ocupado eligiendo el vestido que llevaría su señora aquel día. Kagome lo contemplaba y no podía entender por qué el hombrecillo se esforzaba tanto en seleccionar una prenda que muy pocas personas verían. Al fin y al cabo, nunca cruzaba los muros del jardín.

—¿Me has guardado las claras de huevo para la máscara facial? —preguntó Kagome.

—Claro —contestó Hojo—. Una vez más, he de deciros, mi princesa, lo orgulloso que estoy de nuestra exitosa visita a Topkapi.

—¿Nuestra?

—Sin mis hábiles enseñanzas, habríais avergonzado al príncipe y a su familia —respondió Hojo—. Para asegurar nuestras fortunas, ahora sólo tenéis que quedaros preñada del príncipe...

—¡Kagome! —Por el pasillo reverberó el rugido de una bestia enfurecida llamando su nombre.

Acto seguido, la puerta se abrió con estrépito y Inuyasha entró raudo. El tic nervioso volvió a su mejilla.

—Te azotaré hasta quitarte el último aliento —juró Inuyasha, avanzando hacia ella.

Kagome intuyó que no era una amenaza lanzada a la ligera, por lo que se levantó de un salto y corrió a esconderse detrás del eunuco. ¿Qué había hecho entre la noche anterior y esa mañana para enfadar al príncipe?

—¿Está preñada? —le preguntó Inuyasha a Hojo.

—No, mi señor.

Inuyasha apartó a Hojo de un empujón y cogió a su esposa por el brazo.

—No he hecho nada malo —protestó Kagome, intentando soltarse.

Entre imprecaciones lanzadas en su lengua materna, Inuyasha arrastró a Kagome hasta la cama y allí se sentó con ella, pero no fue capaz de abofetearla. La zarandeó con fuerza.

—No he malgastado la bondad de Alá... —exclamó Kagome—. He guardado las claras.

Inuyasha se quedó inmóvil y la miró con ojos penetrantes.

—¿De qué me estás hablando?

—Los huevos... —contestó Kagome—. He guardado las claras para que no me salgan patas de gallo.

—¿Patas de gallo? —repitió Inuyasha, perplejo.

—Las claras de huevo sirven para prevenir las patas de gallo alrededor de los ojos —explicó ella.

Inuyasha la miró detenidamente.

—Tú no tienes patas de gallo.

—Gracias a las claras de huevo —dijo Kagome—. Pero tendrías que haberme visto antes. ¿Verdad que sí, Hojo?

El hombrecillo asintió con la cabeza.

Una ansiedad insoportable se apoderó de Inuyasha, que se cubrió la cara con las manos y murmuró:

—Alá, os ruego me concedáis paciencia para sobrevivir a los estúpidos que me rodean.

—¿Estúpidos¿Qué insinúas?

—No insinúo nada. Tú eres una estúpida.

Kagome abrió la boca para contradecirlo.

—¡Silencio! —bramó Inuyasha. Y luego, con voz queda, ordenó—: Cuéntame qué hiciste en Topkapi.

Esclavizada +18 ιηυуαѕнαWhere stories live. Discover now