VII

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Liese.

Lunes, 11 de septiembre.

13:00.

Una semana. Ese es el tiempo que llevo sin hablar con Kay. Desde la conversación en su habitación no he hecho más que pensar en ese chico de pelo azabache, y por mucho que quiera, me ha sido imposible sacarlo de mi mente aunque fuera un segundo.

Solo lo he visto en el comedor, hablando con Derek, pero ningún día se acercó a hablarme, ni siquiera se había dignado a mirarme, y aunque soy consiente de que yo fui la que le pedí que teníamos que dejar de hablarnos, me molesta que no haya insistido más.

Ni siquiera yo me entiendo.

Sacudo la cabeza para deshacerme de los pensamientos sobre Kay e intento centrarme en montar a Roma, mi yegua. Estar sobre ella me relaja, me permite evadir todos los pensamientos y centrarme en una sola cosa, pero esta vez era distinto, no puedo sacarme a Kay de la cabeza, incluso después de una hora intentándolo.

Me levanto sobre los estribos y me inclino un poco hacia delante para acariciar su cuello negro. Después me saco una golosina del bolsillo y se la acerco lo más que puedo a la boca, y Roma gira un poco su cabeza hacia atrás para cogerla con los dientes, haciéndome cosquillas en la mano. Es inexplicable la conexión y el amor que siento por este animal, es como si me entendiera sin necesidad de usar ni una palabra, no me juzgaba, solo escuchaba y me ayudaba a olvidar, y eso es justo lo que necesito.

Muevo as riendas hacia la derecha y presiono levemente con mi talón en su barriga para hacerla caminar hacia fuera de la pista de salto. Una vez lo hago me bajo de un salto, y con ella agarrada por las riendas, camino hacia el establo para dejarla descansar.

Me quito el casco para después soltar mi pelo de la trenza que me había hecho y cojo una manguera para lavarme la cara y las manos antes de comenzar a desequipar a Roma. Cuando cierro el agua y me giro de nuevo hacia mi yegua, pego un salto al ver a Kay apoyado en la misma, acariciando su cuello. Su pelo es del mismo tono azabache que el de Roma.

— ¿Qué haces tú aquí? Ni siquiera te sentí llegar. — le digo, dejando la manguera donde estaba. No puedo evitar sentir el nerviosismo crecer en mi cuerpo al tenerlo de frente después de una semana sin intercambiar si quiera una simple mirada.

— Soy igual de sigiloso que un zorro. — me responde, sin dejar de acariciar a Roma con delicadeza. A ella parece gustarle. Me acerco hasta ellos y comienzo a quitarle la cabezada, pero el no se hace a un lado, por lo que se queda lo suficientemente cerca de mi como para ponerme en alerta. — Solo quería conocer a Roma.

— ¿Cómo sabes su nombre? — le pregunto, parando lo que estaba haciendo para mirarlo a los ojos. En seguida trago saliva al encontrarme directamente con sus iris tan negros como su cabello.

— Simplemente lo sé. — él sonríe de lado y se relame los labios. Yo me limito a continuar con lo que estaba haciendo. — Cabalgas bastante bien. — comenta, con un tono que no me agrada nada. Abro los ojos y lo miro con una mueca de molestia.

— ¿Eso va con segundas, Kay? — le pregunto, entrecerrando los ojos. El asco claro en mi tono de voz.

— Tómalo como quieras, yo solo te he dicho que montas bien. — suspiro para relajarme y no decirle nada de lo que me pueda arrepentir más tarde. Es obvio que lo dijo con segundas, y eso hace que inevitablemente me sonroje, pero trato de ocultarlo escondiéndome detrás del cuello de Roma, por el lado contrario en el que está él.

— ¿No deberías estar haciendo alguna actividad? — le digo para cambiar de tema.

— Sí, pero no quiero. — responde encogiéndose de hombros, rodeando la yegua por delante y quedando nuevamente a mi lado. — Prefería verte.

PecadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora